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20 de abril de 2024

Martin Scorsese, en una escena de La invención de Hugo

Martin Scorsese, en una escena de La invención de Hugo

Martin Scorsese, 80 años entre el cielo y el infierno

Al celebrar su 80º aniversario, repasamos las principales aportaciones creativas de un clásico de nuestro tiempo que ha definido como pocos la delicada frontera entre el cine más convencional y el impulso de un auténtico poeta de la imagen

«El cine es una enfermedad», dijo Frank Capra. «Cuando te infecta la sangre, se convierte en la hormona más importante; controla las enzimas; dirige la glándula pineal; domina la psique. Igual que con la heroína, el antídoto contra el cine es más cine».
Martin Scorsese (Nueva York, 1942) iba para cura, pero su personal evangelio serían los cientos de películas que marcaron una infancia como la de tantos otros niños y adolescentes de todo el mundo formados durante los años 50, cuando el pasatiempo favorito consistía en acomodarse en aquellas salas antiguas, edificios que entonces aún mantenían una esplendorosa dignidad de templos sagrados, para soñar durante hora y media con otras vidas muy diferentes de las suyas; un universo multicolor e inalcanzable de aventuras extravagantes, localizaciones exóticas y romances felices, el de sus estrellas favoritas.
Martin Scorsese en el Festival de Roma

Martin Scorsese, en el Festival de RomaGTRES

Pero al contrario que otros de sus compañeros de sesiones dobles, ya desde muy temprano, Scorsese desarrolló una precoz inclinación particular por otras películas menos glamourosas o épicas, aquellas que concitaban la atención mayoritaria. Su naturaleza inquieta, su ascendencia europea, las creencias católicas que recibió de su familia de origen italiano, los peligros que acechaban en su conflictivo barrio, todo ese cóctel seguramente contribuyó a que aquel chico se decantara especialmente por las rarezas ocultas de la llamada, con cierto desprecio, «serie B», allí donde algunos directores buscaban un único refugio probable para hacer realidad su vocación artística: mostrar sin complacencia los aspectos más trágicos e incómodos de la condición humana.
Al realizador nunca le interesaron tanto los finales almibarados de las superproducciones, los personajes de una sola pieza, los amores correspondidos, en definitiva, los compromisos para maquillar la realidad, aunque tomase buena nota del envoltorio. Si hubiese nacido en Italia, y en el seno de una familia acomodada, probablemente habría seguido los pasos de un Rossellini, un De Sica o incluso un Antonioni. Pero a él le tocó forjar su personalidad en la dureza de esas malas calles que luego ha retratado como pocos: su Nueva York muestra casi siempre el reverso de la ciudad amable, cosmopolita, cultivada y elegante que aparece reflejada en los filmes de Woody Allen, con esos personajes de la burguesía demócrata, intelectuales versados en el jazz, Chejov y Jasper Johns que meditan acerca de la muerte en sentido filosófico, a lo Platón, en lugar de enfrentarse a la desaparición física como una cuestión urgente y trágica, un peligro real asociado a un cierto estilo de vida, menos sofisticado.
Desde que logró establecer una pica en su profesión, el mayor desvelo de Scorsese ha sido siempre intentar sobrevivir «a la lucha constante entre la expresión personal y los imperativos comerciales», algo que quizá él ha tenido más fácil de conseguir, en principio, que algunos de sus admirados Samuel Fuller, Delmer Daves o André de Toth. El contexto histórico en el que empezó a desarrollar su carrera propició un cambio real en la demanda de contenidos, una revolución cultural que ya había comenzado a vislumbrarse a través de la imparable ascensión popular del rock, algo en lo que el propio director tendría mucho que ver con su tributo documental a The Band, The last waltz (1978), deliberadamente inspirada en el espíritu contestatario de Woodstock a través del testimonio musical de muchos de sus protagonistas.
La pesadilla de Vietnam, que para muchos significó el derrumbamiento definitivo del «sueño americano», el final de la inocencia del Nuevo Mundo, coincidió con la desaparición de los grandes estudios cinematográficos del Hollywood clásico. Aquellos jóvenes airados que se habían opuesto ruidosamente a las políticas de Johnson y Nixon, encarnadas en el reclutamiento obligatorio para luchar en conflictos que ya no identificaban con sus propios intereses, y contra los que se rebelaban sembrando de ruido y furia las calles, aspiraban a ver sus vidas reflejadas con verosimilitud en la gran pantalla. Los teléfonos blancos y los bailes de etiqueta en el Piccolino ya no interesaban más que a unos cuantos nostálgicos. Ahora la taquilla estaba dominada por una nueva generación que quería contar sus propias historias a través de un estilo más directo, despreocupado y libre.
Martin Scorsese y Steven Spielberg

Martin Scorsese y Steven SpielbergGTRES

Scorsese y sus colegas Francis Ford Coppola, Robert Altman o Michael Cimino se beneficiaron en sus inicios de los aires renovadores, ese territorio de nadie que refleja un instante de cambio justo antes de que suceda lo previsible, la inevitable vuelta a lo de siempre («todo debe cambiar para que nada cambie», como la tan imprecisa como útil cita de «El Gatopardo»). Las pantallas se poblaron durante los 70 de una nueva hornada de películas que desconcertaban en la forma, más próxima al experimentalismo de los jóvenes realizadores de los que se tenía noticia desde el otro lado del Atlántico (los exponentes de la «Nouvelle vague» francesa), aunque sin abjurar del todo de los códigos narrativos de los grandes clásicos americanos encarnados en autores de tan sólido prestigio como John Ford o Howard Hawks.
Su nuevo trasfondo, aunque más sincero y transgresor, con temáticas íntimamente conectadas con los problemas de la juventud de aquella época tampoco se apartaba tanto de los modelos originales. El hampa volvía a hacer su acto de presencia, ahora en color, solo que aquellos hijos de la emigración condenados a la marginalidad que buscaban un camino expedito de redención a través de la delincuencia, por medios violentos más explícitos, se habían convertido en los ex combatientes deshumanizados por el horror bélico de Vietnam. No hay grandes diferencias entre estos y los otros soldados que regresaban destruidos moralmente al hogar en «Los mejores años de nuestra vida», el monumental manifiesto antibelicista de Wyler, y el antiguo marine, Travis Brickle.
Taxi Driver (1976) consagró definitivamente y para la posterioridad a Martin Scorsese. Todo su cine puede resumirse en esta inabarcable obra maestra que más allá de su espesura y atmósfera lúgubre, en buena parte fruto del portentoso guion Paul Schrader, logró convertir algunos de sus hallazgos más afortunados en elementos identificables de iconografía pop. ¿Quién, alguna vez, al posar frente a un espejo, se ha resistido a pronunciar el célebre 'Are you talking to me?', reflejo de la personalidad dislocada del taxista Brickle (excelso Robert de Niro en una de las tres esenciales caracterizaciones de su carrera, todas debidas a su colaboración con Scorsese, siendo las otras dos las correspondientes a los protagonistas de «Toro salvaje» y «Casino»)?
Pauline Kael, una de las más lúcidas cronistas de la escena cinematográfica de su país, definió al personaje principal de Taxi driver mejor que nadie: «Un hombre que no encuentra ninguna puerta de entrada a la sociedad humana». Como esos héroes enigmáticos de Clint Eastwood que surgen de entre las brumas para terminar desapareciendo igual que llegaron, una vez concluida su misión, Travis Brickle parece provenir de otro mundo, aunque no sea más que el resultado de la miseria moral de este, la encarnación de la radical soledad del hombre y sus frustraciones, el resentimiento larvado en el abandono de la América profunda, esa a la que hoy apelan con oportunismo no exento de realidad populistas agitadores de la política.
Ahí se encuentran ya esbozados algunos de los rasgos esenciales, los temas más recurrentes, de este cineasta: la hostilidad de la gran ciudad y sus miserias, con esas calles saturadas del humo que confieren una apariencia tenebrista, fantasmagórica, de inframundo al paisaje urbano; la incomunicación reflejada en la ausencia de empatía hacia el extraño buscador de una causa que lo expulse de la marginalidad, de la carencia de afectos, de la tensión sexual no resuelta… Todo se encamina naturalmente en esta joya imperecedera del arte cinematográfico hacia ese final catártico que, través de la violencia liberadora, propicia la redención de la joven prostituta cautiva de esas fuerzas del mal que dominan la sociedad también desde la política, y con ella del propio Travis.
Ya en los 80, olvidado en buena medida el trauma de la guerra y despejadas las mayores incertidumbres gracias a una nueva ola de bonanza económica que propició un mayor anhelo de frivolidad y pura evasión sin grandes complejidades, el cine más comercial regresaría por sus fueros. El espíritu de los viejos estudios cinematográficos, que no habían surgido en origen para canalizar frustraciones o descontentos sociales, ni para albergar experimentos radicales, sino para hacer dinero –legítimamente– al proporcionar una nueva forma de entretenimiento barato para las clases medias, una vuelta de tuerca a la novela de toda la vida pero ahora en imágenes de más fácil e inmediato consumo, estaba finalmente de vuelta.
En la era del gran Spielberg, que con su maravilloso Tiburón volvió a rescatar la idea de ir al cine como acontecimiento social para las masas, los artistas como Scorsese tuvieron que realizar un ejercicio de adaptación, o simplemente retirarse. «Hay una regla de oro que no ha cambiado: toda decisión depende de la percepción que tienen los que disponen del dinero de lo que el público quiere», así resumió la cuestión el responsable de «Jo, qué noche».
Toro salvaje es sin ninguna duda la gran obra cinematográfica de los 80, con el permiso de Pauline Kael, y a pesar de que a Garci sus peleas le parezcan falsas e irreales para terminar reconociendo que es un «filme extraordinario, un noir de las mejores cosechas». Pero ni la maravillosa fotografía en blanco y negro de Michael Chapman, ni la música de Mascagni, ni la apasionada historia de amor entre la torturada personalidad del boxeador Jake La Motta, protagonista de un descenso a los infiernos teñido de misticismo, y su mujer, una maravillosamente carnal Catthy Moriarty, concitaron el éxito abrumador con el que la taquilla, para bien o para mal, concede o retira bendiciones en EE. UU.
El divino Scorsese se pasó una década en el banquillo hasta resucitar a principios de los 90 con Uno de los nuestros, nueva vuelta de tuerca a los bajos fondos que tendría casi una segunda parte con Casino (1995), otra de sus obras referenciales, un ejercicio de virtuosismo visual apoyado en una suprema banda sonora en el que de nuevo, como en Toro salvaje, por encima de cualquier otro tema, lo que predomina es una tormentosa historia de amor condenada inevitablemente al fracaso (Sharon Stone nunca estuvo mejor).
Pocos realizadores poseen el dominio de la técnica cinematográfica que exhibe este autor, merced en gran medida a la inagotable enciclopedia de recursos que porta naturalmente en la retina y en el cerebro como consecuencia de una inveterada cinefilia, su posesión más preciada. Casino, igual que Uno de los nuestros (1990), es un prodigio de la mejor narrativa en imágenes. Como dijo uno de sus maestros, King Vidor, «el cine es el mejor medio de expresión que se haya inventado jamás. Pero es una ilusión más poderosa que cualquier otra y debería estar por tanto en manos de magos y hechiceros que le puedan dar vida».
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Martin Scorsese es un asombroso prestidigitador consciente de las servidumbres del oficio. En esta última etapa creadora ha procurado nadar y guardar la ropa sin renunciar a sus principios, procurando mostrar en cada plano a ese artista que lleva dentro, pero haciéndolo dentro de los cauces por los que discurre ese cine que interesa y seduce a los espectadores menos concernidos por la poesía visual o las ideas profundas (Infiltrados, El lobo de Wall Street, El irlandés, …)
Como es un maestro, él sabe hacerlo sin que apenas se note el truco. Tómese como referencia la escena de presentación del personaje de Nicky Santoro en «Casino», el delincuente de poca monta que asciende gracias a la falta de escrúpulos y su natural relación con la violencia más exacerbada. El personaje al que da vida el camaleónico Joe Pesci acaba de hacer su aparición propinándole una brutal paliza al hombre que ha osado insultar a su futuro socio (Robert De Niro). Mientras la voz en off del narrador ofrece detalles sobre su siniestro currículo de gangster, la cámara fija un primer plano de la cara del despiadado Santoro. Al mismo tiempo de un cigarrillo (se supone que abandonado sobre la barra por el hombre al que acaba de golpear con saña), se desprende una tenue humareda que le baña el rostro, hasta acentuar su perfil mefistofélico. Con un simple detalle autoral se define la simbólica afirmación de que ese hombre tenebroso es el mismísimo diablo. Y el director, un genio.
«Quise ser cura. Pero pronto me di cuenta de que mi verdadera vocación, mi verdadera profesión, era el cine. No creo que haya un conflicto entre la Iglesia y el cine, entre lo sagrado y lo profano. Es obvia que las diferencias son muchas, pero también veo muchos parecidos entre una iglesia y un cine. Los dos son sitios en donde la gente se junta para compartir una experiencia común. Creo que el cine tiene espiritualidad, incluso si esta no consigue suplantar la fe». La que practican los fieles partidarios de Scorsese a través de sus películas siempre se ha alimentado de esa necesidad espiritual que, como él mismo dice, «tenemos de compartir una común memoria».
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