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Martin Scorsese

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Cine

El motivo por el que Scorsese no quiere ver películas en el cine

El director neoyorquino, leyenda viva del séptimo arte, ha confesado que ya no pisa una sala de proyección comercial

Nada como esa sensación: la butaca mullida, la pantalla que lo ocupa todo, el sonido envolvente que vibra en el pecho, las luces que se apagan como si el mundo quedara en pausa durante dos horas. Ir al cine todavía conserva cierto halo de rito. Pero incluso los ritos se agotan cuando los asistentes no saben comportarse. Y es que hay cosas que molestan —y mucho—: el móvil iluminando la sala como si fuera un concierto de estadio, el murmullo de quien cree estar en el salón de su casa, o peor aún, ese crujido infernal de las palomitas masticadas.

Martin Scorsese ha dejado de ir al cine. Y no por falta de amor al séptimo arte, sino por algo mucho más banal (y a la vez profundamente trágico para un cinéfilo): el comportamiento del público. Según reveló el crítico Peter Travers, al preguntarle por qué ya no va a ver películas en pantalla grande, el director de Taxi Driver se encendió como Travis Bickle cuando le tocan las narices: «Se me puso como un toro salvaje hablando de la gente que parlotea con el móvil durante la película, se levanta a por aperitivos y hace el ruido suficiente como para que no se oiga a los actores».

Sí, ni siquiera Marty puede con el combo palomitas-crujido-WhatsApp. La magia del cine se diluye entre conversaciones ajenas, flashes de pantalla y esa inquietante necesidad de algunos de levantarse cada 25 minutos como si no hubiera pausa. Y lo entendemos. ¿Quién no ha sufrido un grupo que entra tarde, habla como si estuvieran en un bar y luego se ríe en el momento menos oportuno?

Aun así, Travers intentó consolarle: «Vamos, Marty —le dije—. Cuando éramos jóvenes nosotros tampoco manteníamos la boca cerrada». Scorsese, con esa mirada de hombre que ha visto muchas cosas (incluyendo todas las versiones de Ben-Hur), bajó la voz y respondió: «Bueno, a lo mejor. Pero cuando hablábamos era para comentar la película y pasarlo bien desmenuzando los detalles».

Es decir: no es lo mismo interrumpir que compartir. El maestro del cine no se queja de que la gente hable, se queja de que ya no se hable de cine. Porque ahí está la clave. El cine para él es comunión, no consumo. Y en un mundo donde las salas se parecen cada vez más a parques temáticos con sonido Dolby, el director ha optado por la soledad controlada de su refugio privado. Él cuenta con salas de proyección propias, tanto en su casa como en su apartamento, equipadas con tecnología de última generación y libres de móviles, masticaciones y vecinos inquietos. Allí puede ver películas con silencio reverencial y sin interrupciones innecesarias.

Y no es que se haya retirado del cine en sí: Scorsese sigue dirigiendo, produciendo y hablando de cine con pasión. Pero, como muchos nostálgicos, ha renunciado al espacio público para proteger la experiencia íntima. Y uno no puede culparle.

Martin Scorsese (Nueva York, 1942) es uno de los directores más influyentes y reverenciados de la historia del cine. Autor de obras maestras como Taxi Driver, Uno de los nuestros o Toro salvaje, Scorsese ha sido también un firme defensor del cine como memoria cultural y patrimonio artístico. Ganador del Oscar a la mejor dirección por Infiltrados (2006), fundador de The Film Foundation para la preservación del cine clásico, y autor de discursos que ya son historia del medio, Scorsese no solo hace películas: las vive, las sufre y —sí— a veces, también prefiere verlas solo.

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