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25 de abril de 2024

Jean-Luc Godard en el Festival de Cannes en 1982

Jean-Luc Godard en el Festival de Cannes en 1982GTRES

Godard, el moralista que quiso hacer la Revolución a través del cine

El director franco-suizo, de 91 años, lega una obra impresionante, desmesurada y original con la que renovó el lenguaje del Séptimo Arte

Correrán ríos de tinta en las próximas horas intentando descifrar el enigma de uno de los artistas más inclasificables de la era moderna, los análisis sobre una obra torrencial, libérrima, inabarcable que él mismo se encargó de definir como un misterio. Pero para llegar a comprender a Godard, recién fallecido ahora a los 91 años, no haría falta siquiera explorar esos casi 99 volúmenes de una filmografía que, más que abarcar, explora en su sentido primigenio todos los géneros para dotarlos de un nuevo significado; basta con atenerse a una de sus frases más conocidas, guía y compendio de todo su quehacer intelectual: «Un trávelin es una cuestión moral».

La vida y sus misterios

Siendo el trávelin un movimiento de cámara que se produce por el desplazamiento de la misma, lo que Godard viene a afirmar es que en el cine la forma es tan importante como el fondo a la hora de expresarse, que hasta el encuadre en apariencia más inocuo es revelador de un sentido profundo que lleva implícito un modo personal de interpretar la vida. La técnica debe estar siempre al servicio del único y sagrado deber: hallar la verdad. Y de sentar sus bases se encarga el director, el demiurgo sobre el que recae la tarea esencial en ese viaje iniciático en pos de lo único importante, la vida y sus misterios.
Frente al cine de evasión puro y duro, el entretenimiento servido con rigor artesanal o simplemente mecánico, él y la mayoría de sus compañeros de viaje en aquel movimiento que pretendía remover los cimientos del séptimo arte, la Nouvelle Vague, venían a proponer otra cosa: una manera más directa de aprehender la realidad despojándola de ornamentos, velos y corsés.

En «Cahiers du cinema» querían reivindicar la subjetividad de los cineastas equiparándola a la de un pintor, un músico o un escritor

Al cuestionar el concepto industrial, de empeño colectivo, que caracterizaba el cine «made in Hollywood», el de los grandes estudios, aquellos chicos que antes de poner en práctica sus teorías habían podido reflexionar sobre las mismas exponiendo sus tesis en la mítica Cahiers du cinema, aspiraban a subvertir el orden establecido imponiendo un estilo más fresco, personal y directo bajo una misma premisa: reivindicar la subjetividad de los cineastas equiparándola a la de un pintor, un músico o un escritor. En el fondo, reivindicaban para sí mismos el mayor de los protagonismos de un arte colectivo, la estrella era el director.
De todos ellos (Rohmer, Truffaut, Chabrol,…) el más radical fue Jean-Luc Godard (París, 1930), el que eligió transitar un camino más marginal, ya desde su debut, con aquella Al final de la escapada (1960) que se erigió en su misma aparición como estandarte de la modernidad cinematográfica al quebrar casi todas las leyes, aparentemente inmutables hasta entonces, del lenguaje fílmico. El eco de su voluntad transgresora, de su fuerza y su magnetismo inspiró a toda una legión de realizadores que le han rendido culto a esta y a muchas de sus primerizas obras posteriores. En un homenaje apenas disimulado, el Tarantino más cinéfilo incorporó el baile de la genial Banda aparte (1962) -que además dio nombre a su propia productora- para su ya legendaria escena de Pulp Fiction con John Travolta y Uma Thurman, entre otras muchas deudas. En cierto modo, el franco-suizo Godard ha sido un cineasta más citado que divulgado.

Anna Karina

Quizá las muestras de su cine más interesante se encuentren precisamente en aquellas primerizas películas que se nutren de hallazgos episódicos. Su innegable talento visual se muestra en ráfagas de un incontestable aliento poético, como el para siempre inolvidable primer plano de su compañera de entonces, Anna Karina, llorando mientras observa una escena de La pasión de Juana de Arco de Dreyer, uno de los maestros venerados por aquellos jóvenes que, frente a los realizadores de hoy, al menos sí mostraban poseer una cierta cultura.
Antes de deslizarse temporalmente por la pendiente maoísta en otra muestra de que filmaba como vivía, pretendiendo denunciar los grandes vicios de su tiempo e interpretando la realidad como a él le gustaría que fuese, fiel a las tesis revolucionarias que los intelectuales de su época abrazaron sin demasiado sentido crítico, la huella de su cine sirvió también para engrasar la simiente de Mayo del 68. La Chinoise (1967), rodada junto a su nueva compañera, Anne Wiazemsky, anticipa de alguna manera las raíces del malestar social que dio pie al movimiento estudiantil y marca su destino como realizador comprometido con el cambio para los años siguientes.

En sus últimos años de exilio voluntario abandonó la trinchera en más de una ocasión para entregar alguna propuesta ya no tan celebrada como antaño

Su naturaleza individualista nunca logró camuflarse del todo entre los miembros del grupo Dziga Vertov con los que filmó sus propuestas más panfletarias, como aquel inclasificable western erigido sobre la lucha de clases, El viento del este, con el que carga contra lo que entonces pasa a identificar como «cine burgués», aquel que entonces practicaban sus antiguos compañeros de la primera ola, con los que había denunciado la naturaleza puramente evasiva del cine norteamericano, y que parecían haber claudicado de sus principios en lugar de lanzarse, como él, a las barricadas de un cine preocupado por propiciar la revolución.
A medida que su compromiso político fue adueñándose más y más de sus ideas, sus trabajos fílmicos fueron perdiendo interés excepto para sus devotos, los practicantes de esa fe godardiana que siempre han predicado su genialidad por encima de todo y contra todos y han celebrado su cultivada antipatía como muestra inequívoca de su espíritu libre. Lo cierto es que Godard nunca perdió su esencia, ni su profundo conocimiento de su oficio, ni su espíritu crítico, y en sus últimos años de exilio voluntario abandonó la trinchera en más de una ocasión para entregar alguna propuesta ya no tan celebrada como antaño. Interesaban más sus declaraciones, las «maldades» del personaje que sus propios filmes. En 2018, presentó en Cannes su última obra, El libro de imagénes, que apenas mereció atención ni siquiera de sus parroquianos.

Historias del cine

En cambio, su testamento más lúcido quizá se halle contenido en una obra concebida 30 años antes. Histoires du cinema (1988) ofrece sus más personales, agudas y certeras reflexiones sobre la historia y el cine en un género tan personal, a medida de sus pretensiones, como el vídeo-ensayo. Es este filme-río de casi cinco horas, a partir de fragmentos seleccionados de películas, en el que desgrana sus opiniones acerca de la naturaleza del Séptimo Arte, sus perversiones y grandezas, su influencia en la conformación del tejido social, de nuestras comunes creencias, formas de vida y actitudes para bien o para mal, donde se encuentra la definitiva muestra de un genio heterodoxo, tan original como imprescindible para comprender la naturaleza de la ficción moderna.
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