Hay libros, por tanto ideas, que marcan la historia a las personas. Uno de ellos ha sido el escrito por el que fuera fundador de la Asociación Católica de Propagandistas, el jesuita Ángel Ayala, Formación de selectos. Cientos de ediciones, algunas de ellas, incluso piratas, avalan la influencia de este libro en generaciones de católicos. Decía el P. Ayala que esta obra «la publiqué –escribe su autor– a raíz de terminada la guerra civil nuestra», «y la escribí en los últimos años de la República».
¿Por qué este es un libro actual? Porque plantea algunas cuestiones nucleares en la conformación de las sociedades contemporáneas referidas a la formación integral de la persona, al rol del líder social, a los procesos de incidencia social a través del ejemplo, incluso a la forma en la que el cristianismo articula su presencia histórica.
Vayamos antes que nada al contexto de la historia de la propuesta. ¿Quién era un selecto para el P. Ayala? ¿Cuál era su rol en la sociedad? ¿Formación de selectos o formación del pueblo? ¿Líder frente a comunidad?
Para que tengamos claro desde el principio las referencias de contexto, el P. Ayala señalaba las siguientes cualidades que debía presentar un selecto: «hombre de juicio, emprendedor, enérgico, sufrido, enamorado del ideal de la Iglesia, luchador, de miras elevadas, desinteresado, modesto, consciente de su necesidad de aconsejarse» (Formación de Selectos 77-131). Para conseguir estas cualidades, debía llevarse una educación adecuada que incidiese en los siguientes aspectos: sacrificio, penitencia, castidad, docilidad y humanidad. «Es necesario-afirma el P. Ayala- regirse por la ley del efecto multiplicador de una minoría (…) No significa esto que se desprecien las masas; es al contrario: se forman los selectos en orden a ellas. San Ignacio de Loyola tuvo una visión muy clara de esta idea». (Formación de selectos, 68)
Es evidente que esa comprensión del selector, del líder, del ejemplar, tenía una profunda raíz ignaciana. O decía Ignacio de Loyola en París: «Que si yo me gano a Javier, Javier me ganará un mundo».
Otro jesuita forjador de selectos en nuestra historia reciente, el P. Tomás Morales, glosaba esta idea de la siguiente forma: «Una minoría troquelada en exigencia y fidelidad, firme y consecuente en la fe puede transformar el mundo. En Cátedras, prensa, política, ejército, y aun en seminarios, cristianizaría la sociedad, devolvería al hombre su dignidad amenazada, por ideologías totalitarias o costumbres corrompidas. Su acción aseguraría vitalidad al catolicismo a lo largo de milenios» (Laicos en Marcha, 84).
El libro del P. Ayala daba también respuesta a un debate que, en los años veinte y treinta del siglo pasado, había emergido en el mundo de la sociología, en un contexto en el que se había producido la crisis de los sistemas liberales, y democráticos, con la presencia de modelos sociales totalitarios, de carácter ideológico, que se sustentaban, como religión política, en una concepción reduccionista de la persona y de las relaciones sociales.
El debate sociológico en aquellos momentos no podía obviar el nacimiento del pensamiento elitario con Gaetano Mosca y Vilfredo Pareto. Con Mosca, Pareto y Michels emerge la primera reflexión moderna científica sobre las elites. Esto autores desarrollan teorías elitistas para referirse al estudio de las minorías selectas. Posteriormente, en los años 60, quienes discutieron con los pensadores clásicos fueron Harold Lasswell y Robert Dahl.
Podemos pensar que la formación de selectos pertenece a la «paideia aristocrática», mientras la «paidedia democrática» se dirige a la masa. No se debe entender la minoría sin la mayoría, ni el trabajo sobre la minoría sin el destino hacia la mayoría. En la relación, desde el pensamiento cristiano, entre minoría y mayoría no debe existir dialéctica, contraposición, sino complementariedad. Ni minoría solo, ni mayoría prevalente. El cauce de la relación entre minoría y mayoría, en un momento en el que algunos autores hablan de la rebelión de las masas transcurre a través de dos procesos característicos de los selectos que me parece están en el trasfondo de «Formación de selectos» del P. Ayala: no decir, hacer y organizar, por lo que no hay obras sin personas. Y, segundo, un concepto ligado a la formación de selectos que hoy ha adquirido un valor singular: la ejemplaridad. Cuando hablamos hoy, por tanto, de selectos, debemos entender ejemplares.
¿Quién es una persona ejemplar? Según el pensamiento de Javier Gomá, expresado en su clásica tetralogía, la persona ejemplar es la que suscita admiración e invita al seguimiento. Según A. Toynbee, en la historia, existen minorías dominantes y minorías creativas. Son las minorías creativas las formadas por personas ejemplares, personas generadoras de prácticas, entendidas estas, según el pensamiento de Alasdair McIntyre, como conjunto de actividades cooperativas cuyo fin es la realización del bien interno y la búsqueda modeladora de excelencia que le son propios.
Vivimos en un mundo en el que se hace difícil la formación de selectos, el liderazgo integral sin las minorías creativas que ahormen ese carácter propio del líder ejemplar. Vivimos en un momento en el que como afirma el pensador norteamericano R. Reno, «las dolencias que hoy aquejan a la vida pública son reflejo de una crisis del consenso de la posguerra de los dioses débiles de la apertura y el debilitamiento, y no de la crisis del liberalismo, la modernidad y Occidente».
En este reino del debilitamiento nos ha traído unos dioses fuertes como reacción, el nacionalismo y el populismo. Unos dioses cuya naturaleza no es el amor, sino el poder, la dominación del ser personal a través de los deseos. Unos dioses fuertes que pretenden desterrar a los hombres y las mujeres fuertes.
Por tanto, ¿todo lo que es fuerte, amores fuertes y verdades fuertes, en la vida personal –matrimonio y familia–, en la vida pública, en la vida religiosa, conduce, según los pensadores del consenso, a la opresión, a la falta de libertad y prosperidad? El reino de los amores débiles no es el reino de Dios, sino el reino de lo líquido. Quizá como diría el oráculo de Delfos, el reino de Apolo, «Apolo volverá, y será para siempre».
El teólogo J. Danielou estableció un principio importante, que es difícil rebatir: si el cristianismo quiere llegar a todos los hombres, si pretende que sea posible a fuertes y débiles abrazar una vida cristiana, esto solo puede realizarse construyendo una civilización cristiana. Si falta un tejido cultural generado por el Evangelio, los cristianos que subsistan tendrán que hacerlo contra corriente. Serán, sí, cristianos más curtidos, con mayores convicciones, dispuestos a entregas totales... Pero serán también muy pocos.
Según Danielou la mayoría de los hombres no pueden vivir «en cristiano» si no les sostiene una red de relaciones que sean cristianas. Renunciar a este empeño significará aspirar solo a un cristianismo de élites, lo que no correspondería con la llamada del Evangelio a todos los hombres.
La lógica de la sociedad contemporánea se centra en la actitud individualista del sujeto. Debemos estar alerta ante un cristianismo masa que se acerca a la multitud, que quiere superar una reducción de la fe a las élites, pero lo hace sin pretender transformar la cultura.
La posible recuperación de un mundo secularizado se identificaría con ciertas «minorías creativas», religiosamente inspiradas, capaces de llevar su mensaje a las masas y rescatarlas del sopor y la decadencia. Tenemos que aprender a argumentar, ser capaces de explicar a la sociedad que el compromiso, la fidelidad, la generosidad en la transmisión de la bondad, la verdad y la belleza, son buenos para todo el mundo, y no sólo para los cristianos. Debemos ser capaces de razonar la fe, de usar la razón para argumentar.