La clave de la felicidad
La invención de la felicidad y la sociedad paliativa
Como ha señalado Pierre Manent, nuestra obsesión moderna por tener bajo control absolutamente todos los problemas y situaciones que afrontamos en lugar de soportarlos da lugar a una sensación de autosatisfacción
Entre sus diversas conclusiones, el nuevo Global Flourishing Study, un estudio realizado sobre 200.000 individuos en más de veinte países, concluye que «en general, la asistencia a servicios religiosos está asociada a una mayor felicidad y prosperidad». Dadas mis opiniones sobre la naturaleza humana y la antropología filosófica, no me sorprende descubrir que la ciencia social coincide con la tradición y la experiencia de siglos. La modernidad prometió liberación, prosperidad y felicidad, pero trajo fragilidad y soledad en un mundo desprovisto de sentido y propósito.
En ninguna otra parte es esto más obvio que en la comprensión moderna del dolor. Como señala Byung-Chul Han en La sociedad paliativa: el dolor hoy, «nuestra relación con el dolor revela qué tipo de sociedad somos». En su opinión, «el dolor es un código», una clave para entender lo que una sociedad valora y teme. Y nosotros, habitantes del Occidente contemporáneo, tememos al dolor. Han escribe: «Hoy impera una algofobia universal: un miedo generalizado al dolor… La consecuencia de esta algofobia es una anestesia permanente. Evitamos todas las condiciones dolorosas». El miedo al dolor se extiende incluso a la política, añade, donde vemos cómo se presiona para que uno se conforme en lugar de discutir y entablar duros debates sobre decisiones difíciles. En consecuencia, «la democracia paliativa se está extendiendo» con su preferencia por «analgésicos de acción rápida, que sólo enmascaran la disfuncionalidad y la distorsión sistemáticas». Preferimos lo que es agradable, bonito y estupefaciente.
Como ha señalado Pierre Manent, nuestra obsesión moderna por tener bajo control absolutamente todos los problemas y situaciones que afrontamos en lugar de soportarlos da lugar a una sensación de autosatisfacción. La nuestra no es una época que produzca santos, sabios o héroes, ya que esos personajes están insatisfechos, quieren más y están dispuestos a sufrir y luchar. Nuestro deseo del bien, por el contrario, «será también necesariamente tibio, puesto que ya está esencialmente satisfecho». La humanidad ya no desea más que una satisfacción inmanente y juzga que esa satisfacción está a su alcance. Citando a Nietzsche, Manent nos recuerda que esta meta de la vida moderna termina en un debilitamiento y que desconocemos el significado real de «amar» o «anhelar».
Han profundiza en este tema y sugiere que nuestra concepción de la felicidad es una «auto optimización» en la que el dolor y el sufrimiento «no tienen cabida». Ciertamente, nos parece muy extraño, incluso estrafalario, imaginar que el dolor pueda ser «avivado hasta convertirse en una pasión, dotarse de un lenguaje» o de un ritual, como suele hacer la religión.
El biohacker Bryan Johnson, que gasta dos millones de dólares al año en la búsqueda de la eternidad y para quien todo el sentido de la vida parece encerrarse en el sencillo lema de «no morir», dedica su tiempo a un «protocolo», que incluye «la ingesta de alimentos hiperespecíficos… más de 50 vitaminas, minerales y suplementos, rutinas de ejercicio exhaustivas, rutinas de sueño, terapia de luz roja, análisis de sangre, diversos monitores... además de cosas más arriesgadas como una terapia genética no aprobada por la Administración de Alimentos y Medicamentos de EE.UU. o como recibir transfusiones de plasma de su hijo adolescente». Johnson exhibe una especie de pasión, o al menos una pasión negativa de lo que no desea, a saber, el dolor y la muerte, pero la suya es una forma de vida carente de un lenguaje del sufrimiento, que no tiene forma de incluir su inevitabilidad en una visión positiva. La muerte, el dolor, el sufrimiento, todos ellos inevitables, son vistos, y no pueden dejar de ser vistos en un mundo así, como totalmente inútiles, como una negación sin sentido y como una afrenta, incluso como una injusticia.
Una vida así, con su interminable monitoreo de la frecuencia cardíaca, la respiración, la tensión arterial, las horas de sueño, etc., es una vida de mediciones y cálculos. Han la describe muy bien:
«La vida se reduce a un proceso biológico que debe optimizarse. Pierde toda dimensión metafísica… La hipocondría digital, la automedición constante con la ayuda de apps de salud y fitness, degrada la vida a mera función. La vida se despoja de cualquier narrativa que pudiera darle sentido. La vida ya no es una cuestión de lo que se puede relatar, sino de lo que se puede contar y medir».
Esta es la vida desnuda, la mera existencia, en lugar de la buena vida, del vivir bien.
No estoy celebrando el dolor, y mi propia religión afirma, en palabras de Juliana de Norwich, que «todo acabará bien, todo acabará bien, y sea lo que sea, acabará bien». El dolor no es un fin en sí mismo. Por supuesto, el dolor debe aliviarse, evitarse o curarse cuando sea posible, razonable y justo hacerlo, y el dolor nunca debe infligirse injustificadamente. Pero para todos nosotros, inevitablemente, el dolor, algún día, llegará.
Para algunos, el dolor será poco frecuente, breve y relativamente soportable; para otros, el dolor es constante e intenso, ya sea física, mental o socialmente. Pero el dolor llegará. La mayoría de nosotros conocemos a alguien que sufre más de lo habitual, quizá por una enfermedad o por las acciones de otros. La mayoría conoce a alguien para quien el dolor parece acechar implacablemente, alguien para quien cualquier respiro es pronto seguido de otra prueba, otra tragedia, a menudo sin ninguna culpa por su parte. Algunos soportan el dolor con estoica pasividad, otros luchan contra ese mar de problemas y otros, dando testimonio de la gracia que encierra su propio ser, hacen gala de nobleza, caridad, valentía y firmeza. No buscan el dolor temeraria o irrazonablemente, pero cuando les llega, su virtud se muestra más que su mueca de dolor. Son admirables, y cuán inútil sería decirles que se tomasen algunos suplementos vitamínicos adicionales, que se esfuercen más, que registren más variables o que, sobre todo, «no se mueran».
Esas personas tienen vidas que pueden ser relatadas. Merecen ser recordadas por su carácter, emuladas, elogiadas y destacadas. Los padres deberían contar las historias de esas personas a sus propios hijos: sé como ese hombre, sé como esa mujer, porque ella mostró dignidad y él transparentó la gracia en medio del dolor.
Han sostiene que nos hemos convertido en una sociedad que mide pero no relata, que carece de una narrativa sobre el significado del sufrimiento y el dolor, de una forma a través de la cual el dolor pueda ser redimido, atrapado en un significado, santificado y incorporado en el lenguaje y los rituales de la esperanza y el deseo. Para los cristianos, por ejemplo, que ahora aún están celebrando la Pascua, las Escrituras dejan claro que Jesús resucitado, incluso con un cuerpo glorificado, sigue teniendo un cuerpo herido, y Tomás puede ver y tocar esas heridas.
Una sana religión supera y cura el dolor y el sufrimiento cuando éste puede ser tratado adecuadamente, pero esa misma sana religión es consciente de la inevitabilidad del sufrimiento, de la inadmisibilidad moral de algunas «soluciones», y no cree que el dolor haga imposible una vida buena. El sufrimiento puede ser redimido e incorporado a un modo de vida guiado por la bondad, la belleza y el sentido.
Para quienes no buscan esa bondad, la vida se reduce esencialmente a las satisfacciones propias de un animal sintiente, para quien el dolor es sólo y siempre negativo y nada más. Una sociedad basada en ese relato, quizá nuestra propia sociedad, según Han, considerará insoportable incluso el más mínimo dolor, pues carece de «redes de significado, narración y autoridades y propósitos superiores que puedan incorporar nuestro dolor y hacerlo soportable». Una sociedad así estará llena de individuos que, como en La princesa y el guisante, concluye Han, una vez que «quitamos el guisante, es el colchón el que empieza a rozarles».