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El primer ministro de Portugal, Luís Montenegro

El primer ministro de Portugal, Luís MontenegroEuropa Press

El Debate de las Ideas

Portugal, en la encrucijada: Nacional-populismo frente al gran centro y la izquierda

En los últimos cinco años, Chega ha crecido esencialmente debido al vacío de una alternativa a la izquierda, representada hasta ahora por los gobiernos del Centrão

El que fuera ministro de finanzas de la Dictadura Militar y luego líder del «Estado Novo», António Oliveira Salazar, gobernó Portugal durante casi 40 años. Un gobierno de carácter nacional-autoritario que fue decisivo para la construcción de infraestructuras, la mejora de la educación, y para el desarrollo de una fuerte industrialización y modernización del país. Sin embargo, el régimen constituido por Salazar estaba demasiado ligado a él y demasiado marcado por él para funcionar con cualquier otro dirigente. Marcelo Caetano, su sucesor, fue incapaz de hacer frente a una reclamación profesional de los capitanes del Quadro Permanente —militares de carrera—, que se sentían preteridos para su ascenso a causa de la promulgación de un decreto del ministro de Defensa. Caetano, temeroso de un golpe de la «derecha militar» de los generales, intrigó para dividirlos. Y así, el golpe del 25 de Abril se produjo a la manera mediterránea o tercermundista: un golpe de capitanes que en el último momento tuvieron que encontrar a algunos generales para que les hicieran «de carabinas».

A falta de formación y cultura políticas, por reacción, parte de los militares fueron a buscar las ideas en la oposición de izquierdas. Una izquierda en la que se encontraba el Partido Socialista (PS), formado apresuradamente en Bonn (Alemania) por Mário Soares en 1973; también estaban los comunistas ortodoxos del PCP, los grupúsculos de la extrema izquierda y los eternos «liberales chic», católicos progresistas venidos de la burguesía. Dentro de este bloque de varias izquierdas, los comunistas y maoístas actuaron a partir del 28 de septiembre de 1974 para reprimir y asfixiar de raíz a los partidos de la derecha nacional y popular que intentaban, en democracia, resistir al proyecto de descolonización.

Gracias a ello, incluso sin contar a los agentes de la policía política, la revolución de la libertad consiguió que, seis meses después del 25 de Abril, hubiera más presos políticos en el país que en las vísperas del movimiento militar libertador.

Tras la dimisión de Spínola, el ambicioso general que había contribuido a la caída del régimen pero que luego intentó hacer frente a la izquierda, vino a parar a la Presidencia de la República Costa Gomes, otro general vinculado al Estado Novo y a la conspiración de Abril de 1961 contra Salazar, el «golpe de los generales» o «golpe de Botelho Moniz», por el entonces ministro de Defensa que lo lideró. Durante algunos meses, los comunistas, con la complicidad del ala izquierda del Movimento das Forças Armadas (MFA) y aprovechando la ingenuidad y estulticia de sus enemigos, progresaron mediante el chantaje social y el poder de sus cómplices militares.

Pero más allá de la organización de una resistencia popular movilizada por católicos y por nacionalistas, encuadrada en las asociaciones de antiguos combatientes, como la Associação de Comandos, estaba claro en 1975 que la Unión Soviética, con la vista puesta en Angola y Mozambique, tenía poco interés en romper las reglas de Yalta en Europa. Por esta razón, actuó más bien como un elemento de contención a través de los cuadros del PCP y de algunos militares de su confianza. Para colmo, el general Franco se encontraba enfermo en aquel de noviembre de 1975 y cualquier agitación revolucionaria en Portugal habría repercutido en la liberalización española, paralizándola.

Todo acabó resolviéndose en la confrontación del 25 de noviembre de 1975. Los comunistas no querían una guerra civil que sabían que perderían, y contaron, para sobrevivir, con el apoyo de Mário Soares y del mayor Melo Antunes, representante de la izquierda pragmática del MFA. De ahí nació el Thermidor de la Revolución de Abril y la Constitución de 1976, que consagró los objetivos socialistas. Desde entonces, el país institucionaliza en el poder al Centro o Gran Centro, el Centrão: hay un partido de centro-izquierda, el Partido Socialista, y un partido llamado de centro-derecha, el Partido Socialdemócrata, que gobiernan alternativamente en régimen de duopolio. La Jefatura del Estado también fue compartida por los socialistas, Mário Soares y Jorge Sampaio, y el socialdemócrata Cavaco Silva. En este escenario, el Centro Democrático Social (CDS), que tras la purga de la derecha en 1974-1975 se había convertido en el partido «más a la derecha» del sistema, se cuidaba de ser políticamente correcto para no confundirse en modo alguno con el nacionalismo conservador de Salazar.

El problema de la clase política portuguesa a la derecha del PS, desde el 25 de Abril, es que, salvo en la época en que Manuel Monteiro dirigió el CDS entre 1992 y 1998, en la que defendió una política soberanista frente a Bruselas, siempre ha sido más o menos obediente a los valores de la izquierda y a las «líneas rojas» que ésta marcaba ideológicamente. En el fondo, la cuestión era sencilla: en ausencia de nuevos valores y puesto que los valores de la derecha seguían siendo los mismos, Dios, Patria y Familia —la execrada trilogía del Estado Novo—, lo que deberían haber hecho esos partidos de la derecha era defender tales valores en un marco democrático mediante el voto del pueblo. Esa era la diferencia y toda la diferencia con relación al salazarismo.

Pero no lo hicieron… Durante muchos años, Portugal estuvo sin partidos ni movimientos políticos de derechas; indiferente al movimiento nacionalista popular que desde hace veinte años recorre Europa y América y que logró su victoria más reciente el pasado 5 de noviembre con la elección de Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos. Este movimiento, tanto en Portugal como en España, resulta particularmente chocante para la izquierda, pues en ambos países, debido a los autoritarismos nacionales de Salazar y Franco, la izquierda se acostumbró a ser dueña de la voluntad popular, de la democracia. Así se explica el extraordinario éxito de André Ventura, un joven disidente del PSD, brillante estudiante doctorado en una universidad irlandesa, que, en 2019 fundó el partido Chega («Basta») sin los complejos de la izquierda ni del centro, y que en sus seis años de existencia ha multiplicado por sesenta el número de diputados electos en el parlamento y por veinte el número de votantes. Y todo esto, con la hostilidad habitual de los medios de comunicación, no sólo de la izquierda, sino también de la derecha «correcta».

¿De dónde proviene este éxito? Sin lugar a duda de ser el partido portugués que percibió claramente la existencia de un gran vacío en la expresión y en las convicciones de los partidos políticos con respecto a los valores nacionales y conservadores. Una mirada al mapa electoral tras las pasadas elecciones de mayo muestra que la progresión de Chega, además de captar un voto de derechas que, por convicción, se abstenía, quedándose en casa, existe un crecimiento a costa no sólo de los partidos de centro-derecha, sino también de socialistas y comunistas. Un ejemplo claro de lo que acabamos de decir se observa en el voto del sur, en los bastiones de la izquierda como el Alentejo y el Algarve, hasta ahora feudos del comunismo y del socialismo respectivamente.

En los últimos cinco años, Chega ha crecido esencialmente debido al vacío de una alternativa a la izquierda, representada hasta ahora por los gobiernos del Centrão. El crecimiento es irrefutable si se miran las cifras: en 2019 el partido tenía unos 70.000 votantes y un diputado, su propio líder, André Ventura. Hoy tiene 60 diputados (sesenta veces más miembros en la Asamblea de la República) y 1.400.000 electores (veinte veces más votantes). Es cierto que el partido también está creciendo debido a la ola de fondo populista, nacional-conservadora y nacional-popular que recorre Europa y América, y que está haciendo tan populares las ideas de la llamada derecha radical, populistas o iliberal. Un fenómeno que en España está representado por Vox, en Francia por el Rassemblement National, en Italia por Fratelli d'Italia, en Hungría por Fidesz y en Polonia por Paz y Justicia. Todos estos partidos tienen un denominador común que se ha tornado más popular en los últimos años. Y ese elemento ideológico fuerte y distintivo es el nacionalismo. Un nacionalismo cimentado en torno a la Historia y a la Memoria, pero también dispuesto a afirmarse en casos concretos de política nacional, o en las polémicas con la Europa de los veintisiete cuando la UE ha pretendido afirmar su hegemonía sobre los Estados nacionales.

Bien podría decirse que la falta de coraje y el inmovilismo ideológico de los partidos tradicionales a la derecha del PS fue lo que abrió la puerta de entrada a Chega tras casi medio siglo de «antifascismo» militante y obcecado. Unos partidos del sistema —tanto los de «derechas» como los de izquierdas— que no estaban ni están preparados para el cambio de paradigma que ya se respiraba en el aire desde que, en 2016, Donald Trump llegara a la Casa Blanca en su primera legislatura.

Una ausencia y un clima que tiene que ver con la importancia de nuevos valores, o mejor dicho, con la resurrección de viejos valores: Dios, Patria, Familia, Libertad; valores que a lo largo de los siglos han fundamentado en Europa los llamados «valores de Occidente» y que, en las dos últimas décadas, el globalismo y el wokismo han revalorizado.

La reelección de Trump es el gran motor de este movimiento. No sólo porque Estados Unidos es la gran potencia mundial, sino también porque muchas personas de centro e incluso de la izquierda, dispuestas a criticar a Trump por otras cuestiones, perciben positivamente en su programa los objetivos de reindustrialización, defensa de la identidad nacional, protección de la nación ante a los peligros del globalismo y respuesta frente al creciente poder de China.

En Portugal, como consecuencia de las elecciones del pasado 18 de mayo se ha creado una tripolaridad, esto es, la constitución de tres bloques políticos que, en principio, no se van a entender en el plano positivo, aunque sí en el negativo, es decir, para obstaculizar las soluciones de unos y otros. Estos tres bloques son: empezando desde la derecha, Chega, con los ya mencionados 60 diputados y alrededor de 1.437.000 votantes; la Alianza Democrática, con 91 diputados y algo más de dos millones de votantes; y el Partido Socialista, con 58 diputados y alrededor de 1.442.000 votos. La extrema izquierda —el Partido Comunista, el Bloque de Izquierda, el Partido Animalista y otros movimientos izquierdistas como Livre— quedó prácticamente eclipsada. Iniciativa Liberal, un partido de reciente constitución, de derechas en materia de economía y de izquierdas en cuestiones sociales y nacionales, obtuvo sólo 8 diputados. Se ha evidenciado que Iniciativa Liberal es un partido de cuadros jóvenes de la clase media alta profesional, con escasa repercusión fuera de las grandes ciudades de Lisboa y Oporto.

Este modelo de tres fuerzas políticas enemigas entre sí y que sólo pueden unirse, en principio, para obstruirse mutuamente, es, de entrada, la receta más o menos garantizada para la crisis del régimen. Así sucedió en la crisis de 1926, en los tiempos finales de la Primera República. En aquella época también había tres bloques: un bloque de poder, mayoritario, representado por los demócratas, que era el partido de Alfonso Costa y António Maria da Silva; un bloque nacional-conservador, con católicos, monárquicos, sidonistas y republicanos conservadores; y un bloque obrero de izquierda radical, con anarcosindicalistas y comunistas, que no tenía relación con ninguno de los otros bloques. Irónicamente, los sindicalistas festejarían el final de la Primera República, tal era su antagonismo hacia la República a la llegada de la Dictadura Militar en mayo de 1926.

Los tiempos y modos que corren hoy no están para dictaduras y menos para dictaduras militares. Por eso es natural que si los partidos del sistema, PS y PSD, no quieren, o aún queriendo, no puedan resolver los gravísimos problemas de la sociedad portuguesa, una tercera fuerza tome el mando, o bien, el sistema quede herido de muerte por su imposibilidad para asumir un sano cambio de dirección. Una sociedad, no olvidemos, extremadamente pobre, donde la vida se ha hecho muy difícil para la mayoría de las familias, en la que los jóvenes cualificados emigran a otros países europeos y a los Estados Unidos, y en donde, además, una oleada de 1.600.000 emigrantes no cualificados, en pocos años ha invadido el país y la economía, con graves consecuencias para el empleo y la seguridad.

El sistema parece atisbar una primera respuesta a la nueva situación. En el tablero tenemos, por un lado, al líder del PSD y Primer Ministro, Luís Montenegro, un centrista que a través de una coalición con el CDS ha buscado mantener una mayoría relativa entre el creciente Chega y el decreciente Partido Socialista; y por el otro al PS, que desde el fracaso del ala izquierda representada por Pedro Nuno Santos tiene como dirigente a José Luís Carneiro, un moderado y católico, personalmente honesto, pero que, a pesar de estas cualidades, es poco probable que cuente con el apoyo del aparato del partido. Planteada de este modo la situación política, si Chega sigue creciendo, el PSD y el PS podrían unirse «para salvar la democracia», como ya reconocen en público algunos de sus líderes históricos. Pero entonces podría tratarse, más bien, de una lucha de clases: la clase política contra el resto de los ciudadanos.

Y una confrontación así, deja pocas dudas sobre su resultado.

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