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la educación en la encrucijadaJorge Sainz

Miedo a pensar en la universidad

Las universidades no son inocentes. Muchos centros han asumido sin crítica la lógica de la exposición permanente y, al mismo tiempo, la lógica del señalamiento

Esta semana hablaba con un colega que me confesaba su preocupación antes de impartir un seminario en una universidad donde enseñan varios profesores con los que había tenido enfrentamientos intelectuales en Twitter, ahora X. Le inquietaba que algunas de sus ideas, que no encajan del todo en el oficialismo, pudieran ser utilizadas en su contra durante la sesión académica. No temía un debate riguroso, sino la posibilidad de que el clima creado en redes se trasladara al aula.

Cuando uno tiene una presencia más o menos activa en redes, no siempre es fácil convivir con los comentarios que ciertos académicos, y no pocos no académicos que se suman encantados al escarnio público, hacen sobre nuestro trabajo. A veces supone un esfuerzo emocional considerable. Y, lo más llamativo, el ataque rara vez se articula desde el análisis técnico: no consiste en identificar un error concreto y discutirlo, sino en descalificar la idea porque no coincide con la forma de pensar del crítico.

Esa es la deriva preocupante: el desplazamiento del debate académico hacia una lógica de alineamiento ideológico, donde el disenso se convierte en sospecha y la argumentación se sustituye por la descalificación rápida. Para quienes intentan aportar perspectivas diferentes, esto no solo es injusto, sino empobrecedor para la universidad. Y hace comprensible que un investigador tema compartir ideas legítimas por miedo a que alguien use su visibilidad digital como arma arrojadiza.

Durante años vivimos convencidos de que las redes eran la gran ágora de la academia. Bastaba con trabajar bien, compartir el conocimiento y construir comunidad. Yo mismo di ese consejo. Era válido entonces. Hoy sería una irresponsabilidad repetirlo.

El ecosistema digital ha mutado, y no solo por razones tecnológicas. Ha cambiado por razones culturales. Y una pesa más que todas: la expansión de una corrección política convertida en mecanismo de vigilancia, donde cualquier matiz, cualquier duda y cualquier dato que no encaje en la ortodoxia del momento puede acabar en linchamiento, cancelación o silenciamiento preventivo. Este clima ha convivido con el deterioro progresivo de las plataformas. La combinación ha sido letal para la conversación académica.

Lo que Cory Doctorow llama enshittification, que, siendo generoso, traduciremos como «degradación progresiva», ha coincidido con otra degradación menos comentada: la del debate público. La academia, que debería ser el refugio natural del disenso informado, se ha convertido demasiadas veces en un espacio donde no se debate, se vigila.

La muerte lenta de X (y antes la de Facebook) no es solo tecnológica. Es cultural. No desaparecen por culpa exclusiva de los algoritmos. Desaparecen porque se han transformado en lugares donde pensar en voz alta resulta peligroso; donde rectificar no es una virtud, sino una confesión; donde un error o una frase mal entendida durante dos horas puede marcar una carrera.

Las universidades no son inocentes. Muchos centros han asumido sin crítica la lógica de la exposición permanente y, al mismo tiempo, la lógica del señalamiento. Se pide presencia, pero se penaliza cualquier ambigüedad. Se exige impacto, pero se castiga el riesgo. El resultado es que muchos académicos optan por callar antes que exponerse al escrutinio moral de desconocidos.

Y si una red social te obliga a no hablar, esa red deja de ser social y deja de ser red.

Los datos del informe de De Gruyter Brill confirman el agotamiento: el 60 % de los investigadores siente presión para mantener presencia digital, aunque el alcance es ridículo y la conversación casi inexistente. Muchos mantienen cuentas por obligación simbólica, sabiendo que publicar puede crear problemas y no publicar puede interpretarse como desinterés.

Esa doble trampa —si hablas, riesgo; si no hablas, invisibilidad— es el signo más claro de un ecosistema tóxico. Las redes ya no son un espacio para difundir ciencia. Pero tampoco lo son para debatirla. Se han convertido en escenarios donde demasiada gente espera el fallo ajeno para proyectar virtud propia.

Esta cultura del señalamiento no solo desgasta. Empobrece. Un académico que no puede dudar ni explorar ideas en construcción es un académico mutilado. Y una universidad que fomenta esa autocensura reduce su misión a la de un centro escolar ampliado.

En este contexto, no sorprende el giro hacia espacios controlados: newsletters, páginas personales, blogs, repositorios propios, Discord, Slack. No es nostalgia: es supervivencia intelectual. Cuando dependes menos de algoritmos y de los terapeutas de la indignación, recuperas la libertad de pensar, matizar y cambiar de opinión sin sospechas de «incoherencia». El email vuelve a ser refugio. ORCID y Google Scholar, identidades estables sin exposición moral. LinkedIn, un espacio profesional con una conversación más madura.

Pero este cambio exige algo más que estrategias individuales: exige que las universidades dejen de fomentar el conformismo digital. Es urgente que los centros dejen de empujar a los investigadores a redes donde una crítica o un matiz pueden acabar en una campaña de señalamiento. Las agencias de evaluación no deben onfundir presencia algorítmica con impacto real. Una institución que expone a sus académicos a redes tóxicas sin protegerlos está externalizando riesgos que debería asumir.

La buena noticia es que la conversación académica no ha desaparecido. Solo ha abandonado los espacios donde se había vuelto inviable. El auge de Bluesky o Mastodon (más pequeños, más cuidados, menos agresivos) muestra que la academia busca recuperar el control. También lo muestra el retorno a blogs, newsletters y repositorios propios. Se acabó la era en que un algoritmo decidía qué pensamiento merecía ser visto.

Volver a espacios propios permite algo que las redes habían erosionado: equivocarse sin ser destruido, debatir sin miedo, matizar sin disculpas anticipadas. La corrección política mal entendida había convertido el disenso en sospecha. Recuperar autonomía digital es recuperar la capacidad de disentir sin sentir que se pisa un campo minado.

Cierro con lo esencial: ANECA, FECyT y las universidades deben dejar de promover una relación infantilizada, cuando no interesada, con la esfera digital. La cultura de la cancelación no es una anécdota: es un mecanismo de silenciamiento. La corrección política, usada como arma, no protege: empobrece, infantiliza y convierte la academia en un teatro de unanimidades forzadas.

Dejar de empujar a los académicos a redes algorítmicas es protegerlos. Pero también es proteger la ciencia, que solo avanza cuando alguien se atreve a pensar distinto. Es hora de dejar de jugar un juego diseñado para que perdamos.

Y de volver a hablar sin miedo.