Vandalismo moralista
Vivimos en tiempos donde la tolerancia se ha convertido en una excusa para la censura, donde la justicia es una balanza que se inclina según la sensibilidad de turno, y donde la libertad de expresión se mide con un termómetro ideológico. No se trata de lo que se dice, sino de quién lo dice. No se trata de derechos, sino de privilegios. No se trata de justicia, sino de supremacía moral.
Las marquesinas de una ciudad no son simplemente estructuras de metal y cristal, son testigos de la hipocresía colectiva. Allí donde ayer se publicitaban productos que hoy serían denunciados por herir sensibilidades. En estas instalaciones se libran batallas simbólicas que revelan lo peor de nuestra sociedad: la incapacidad de convivir con la diferencia. No se busca debatir, se busca erradicar. No se aspira a refutar, se aspira a silenciar. Y cuando la palabra molesta, el acto irracional toma su lugar.
Se ha instaurado una peligrosa idea de justicia, una en la que los delitos ya no se juzgan por lo que son, sino por quién los comete. Si vandalizas en nombre de una causa aceptada, no es vandalismo, es resistencia. Si atacas al adversario ideológico, no es censura, es justicia social. Si exiges respeto mientras pisoteas la opinión ajena, no es contradicción, es activismo. Porque en esta lógica perversa, no importan las reglas, solo las emociones. La verdad ya no es una cuestión objetiva, sino un territorio a la conquista de quien grita más fuerte.
Nos han hecho creer que la justicia es selectiva, que el daño depende del color de la bandera que ondea tras el delito. Que hay actos que merecen condena y otros que merecen comprensión, según quién los cometa. Que la violencia simbólica es inaceptable, excepto cuando nos favorece. Y así hemos llegado a un punto donde un eslogan provoca más indignación que un acto de vandalismo. Un punto donde el delito no es el daño, sino la incomodidad que genera. Un punto donde no se persigue la ofensa, sino al ofensor, según si pertenece o no a la tribu adecuada.
Pero la justicia no entiende de excusas, ni de pancartas, ni de emociones heridas. La justicia no es un refugio de subjetividades, es el ancla que nos impide naufragar en la barbarie. Y cuando se permite que una causa, por noble que parezca, se imponga a la ley, dejamos de vivir en un estado de derecho y entramos en el reino de la arbitrariedad. Un reino donde el juicio ya no lo dictan los tribunales, sino las redes sociales. Donde la moral es una guillotina que cambia de dueño según la moda del momento. Donde el principio de legalidad ha sido sustituido por el principio de susceptibilidad.
¿No nos cansa este juego de dobles raseros? ¿No es agotador vivir bajo la dictadura de las susceptibilidades? Nos han vendido la idea de que el respeto es una calle de un solo sentido, que la libertad es solo para algunos, que la opinión es válida solo cuando coincide con la nuestra. Y lo más irónico de todo es que los que exigen comprensión son los primeros en negarla. Porque para ellos la tolerancia no significa coexistencia, sino sumisión. Y si no te sometes, entonces eres el enemigo. La paradoja es brutal: se persigue el odio con más odio, se exige respeto mientras se destroza el diálogo. Se habla de diversidad mientras se impone un pensamiento único.
Córdoba no necesita más discursos victimistas ni más mártires de cartón. Necesita ciudadanos con criterio, que entiendan que la libertad no es una moneda de cambio y que la democracia no es un teatro donde se abuchea al que piensa diferente. Necesita líderes que no se escondan en la comodidad del silencio, que no rehúyan su responsabilidad con excusas administrativas. Porque gobernar es tomar decisiones, incluso cuando el tema incomoda, incluso cuando la corriente sopla en contra. La cobardía política, el miedo a la controversia, el cálculo electoralista no pueden ser excusas para abdicar de la ley. Porque cuando las normas se aplican a conveniencia, dejan de ser normas y se convierten en herramientas de manipulación.
No es una cuestión de estar a favor o en contra de un mensaje, es una cuestión de principios. De saber que el respeto se predica con el ejemplo. De entender que si queremos vivir en una sociedad plural, debemos aceptar que no todo nos va a gustar. Porque la democracia no es un lugar cómodo. Es un espacio de confrontación, de debate, de convivencia con la disidencia. Y la disidencia no es un crimen. Discrepar no es un acto de agresión. La pluralidad no es una amenaza, sino su esencia misma. La democracia es incómoda porque nos obliga a aceptar que el otro tiene el mismo derecho a expresarse que nosotros. Incluso cuando nos desagrada. Incluso cuando nos desafía. Incluso cuando nos contradice.
Y sobre todo, la justicia no puede ser un arma al servicio de los que más gritan. La justicia debe ser ciega, no selectiva. Imparcial, no oportunista. Y si permitimos que el miedo a ofender se convierta en el nuevo legislador, entonces habremos firmado la sentencia de muerte de la verdadera libertad. Y sin libertad, ¿qué nos queda? Un simulacro de sociedad, un cascarón vacío de democracia, un espejismo de convivencia donde solo se respeta a los que piensan igual. Si ese es el futuro que queremos, si esa es la Córdoba que aspiramos a construir, entonces no nos quejemos cuando, un día, nos toque a nosotros ser los silenciados.