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20 de abril de 2024

Grabado de Otto Wilhelm Thomé, 1885. Flores, frutos y hojas del castaño

Grabado de Otto Wilhelm Thomé, 1885. Flores, frutos y hojas del castaño

Gastronomía

Castañeras

El reconfortante aroma a castañas tiene un aire nostálgico que nos traslada a recuerdos imborrables

Calentitas, tostadas, humeantes, aromáticas… eso que huele tan bien en la esquina es un puesto de castañas. Mientras la miramos la castañera va a lo suyo, agitándolas con sus movimientos imprevisibles, tostándolas por todos lados mientras aviva el fuego y colocándolas con agilidad en los cartuchos recién preparados en un gerundio imparable.
Inmemoriales y fragantes, el aroma de las castañas en el puesto de la esquina nos conduce hasta los recuerdos infantiles, cuando llevábamos un puñado de castañas en el bolsillo de la trenka mientras las mordisqueábamos durante los largos paseos hasta que se quedaban frías en el último bocado. El Paseo de Rosales se hacía corto para comérselas todas si había apetito, algunas se caían entre lamentaciones de unos y risas de otros ¡voracidad infantil!
El aroma de las castañas nos lleva muy atrás en el tiempo, pero no solo en el tiempo personal, sino en el histórico, porque milenios atrás ya quitaban el hambre y satisfacían la glotonería, siempre se esperaban con anhelo al llegar los primeros fríos. Hoy es todo muy diferente al mundo romano, al medieval o incluso al siglo de Oro, y son un producto más entre tantos ¿o no? En esta sociedad estamos saturados de creatividad, de originalidades, de sensaciones y excesos, de estímulos artificiales con mucha frecuencia y concebidos para impulsar más y más consumo en una espiral interminable en la que se funden sin solución de continuidad deleites y gozos con insatisfacciones. Pero aún nos quedan las castañas.
Ese aroma de las castañas recién tostadas aún sigue provocando el impulso de acercarnos a la amable castañera para comprar un pequeño cartucho de las sencillas, provocativas, humildes y reconfortantes castañas. Volver al origen inmemorial, a las raíces que se prenden en el bosque mediterráneo, en los que cada año se esperaba la otoñada cargada de castañas, quizás sea una forma de recomponer esta humanidad con la que estamos jugando en estas extrañas décadas. Es como decirle al universo: seguimos aquí, aprovechamos los regalos que recibimos, aún no tenemos que pagar por disfrutar de un atardecer, aún las castañas pueden acompañarnos en un paseo familiar, aún la palabra, los libros, las verdades, tienen un valor.
Seguir oliendo, probando, disfrutando de las castañas es como vislumbrar un resquicio de luz entre tanta locura, entre las prisas, entre los conservantes, mejorantes y saborizantes artificiales. Porque hay que comerlas despacio, porque hay que mirarlas detenidamente al quitarles la piel, porque queman los dedos y porque no son un placer inmediato. Las castañas continúan en un delicioso estado de pureza y no están adulteradas, la naturaleza las proveyó de una preciosa funda parda que las protege. Y porque, más allá del marron-glacé, a nadie se le ha ocurrido aún que puedan ser mejoradas. Ojalá que no lo sean, ojalá que se queden como están, así son perfectas.
Las castañas son un recuerdo a la perfección que ya existe y que no puede mejorarse de ninguna forma, a esas tradiciones que, convengo en ello, pueden tener mucho de sentimental, pero también de auténtico. Nuestras raíces europeas se funden en un territorio común que nos ha proporcionado productos como estas castañas, son un ejemplo de cómo puede haber gozo gastronómico en algo sencillo, tan cándido que no necesita más que la amorosa mano de una castañera que las mueva con agilidad canturreando «calentitas ¡castañas!».
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