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25 de abril de 2024

Isabel II durante su exilio

Isabel II durante su exilio

Picotazos de historia

El bizcocho que regalaron a Isabel II en Mendaro

La Reina protagonizó en 1845 una curiosa anécdota gracias a la cual los dulces típicos de esta localidad guipuzcoana ganaron fama nacional

María Cristina de Borbón Dos Sicilias siempre mostró un gran afecto por las provincias vascas, gracias a ella San Sebastián pasó a ser corte durante el verano, haciendo numerosas visitas a los diferentes lugares del norte y transmitiendo esa predilección a su hija Isabel II. En agosto de 1845 la Reina Isabel, acompañada por su madre y la infanta Luisa Fernanda, hizo una pequeña visita a la población guipuzcoana de Mendaro, en el bajo Deva.
En el Boletín del Ejército, fecha de 10 de septiembre de 1845, por carta ahí publicada, tenemos información de este hecho. «Se hacen en Mendaro unos bizcochos cuya riquísima masa les ha dado fama tanto dentro como fuera del país. Queriendo el ayuntamiento hacer un obsequio a la Reina, les pareció que el más digno de su excelsa persona era poner en sus reales manos una muestra de la industria del lugar, y a tal efecto mandó hacer un gran bizcocho rematado con una corona real».
Llegó el día de la visita real y a Isabel II le fue presentado el bizcocho que habían preparado. El alcalde de Mendaro, que luego se vio que complementaba sus funciones con el cargo de sacristán de la iglesia, le entregó el presente con unas palabras que, sobre todo a los que somos de esas tierras, hacen brotar una sonrisa, pues reflejan la forma de ser de esas tierras guipuzcoanas.
«Reina y señora nuestra –empezó diciendo el alcalde–, viscocho traemos. Otra cosa aquí no haser. Parte con madre y piensa que de corason te lo damos». En verdad que no se puede decir más con menos palabras.
Isabel II quedó muy emocionada y agradecida por el humilde presente y por las palabras del alcalde sacristán. Durante toda su vida, en medio de ceremonias pomposas, de eternos discursos llenos de las más disparatadas exageraciones, de repente, elevaba la vista en ensoñador recuerdo, lanzaba un leve suspiro y, con ternura, murmuraba para si: «Ay, mi sacristán de Mendaro».
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