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23 de abril de 2024

EDUCACIÓN EN LIBERTAD
Juan Carlos Corvera

La enseñanza y la LOMLOE, ¿familia o Estado?

Hay derechos que no pueden ser ejercidos de manera directa por sus legítimos titulares

Actualizada 05:06

Hablamos de educación y de enseñanza como si definiesen el mismo concepto y no es así, no son palabras sinónimas. La enseñanza se define como «sistema y método de dar instrucción» mientras que la educación lo hace como la «crianza, enseñanza y doctrina que se da a niños y jóvenes». Simplificando, la educación abarcaría y contendría a la enseñanza. Formarían, entre ellas, dos círculos concéntricos.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos, formulación jurídica que reconoce los derechos naturales que tenemos las personas por el mero hecho de existir, dice en su artículo 26.1: «Toda persona tiene derecho a la educación».
Pero hay derechos que no pueden ser ejercidos de manera directa por sus legítimos titulares. Por ejemplo, los niños recién nacidos no pueden ejercer por sí mismos su derecho a la vida. El de la educación tampoco puede ser asumido por las personas en sus primeros años de vida.
Este es el verdadero quid de la cuestión, la atalaya donde apuntar para elevarse por encima del lodazal de confrontación política en que se ha convertido la enseñanza. ¿A quién le corresponde asumir ese derecho a la educación, y por tanto también a su parcela interior de la enseñanza, mientras que sus titulares no pueden ejercerlo directamente?
La respuesta es natural, por eso es también un derecho reconocido en la misma Declaración: «Los padres tendrán derecho preferente a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos» art. 26.3. No es necesario aburrir con más jurisdicción nacional e internacional: la sencillez y la fuerza de la verdad determina que somos los padres quienes tenemos la responsabilidad de la educación y, por tanto, de la enseñanza de nuestros hijos.
Entonces, ¿tiene el Estado algún papel en la educación? ¿Y en la enseñanza? Por supuesto que sí y se reconoce en nuestra Constitución. Su artículo 27 es suficientemente claro como para colegir de él que el papel principal del Estado es asegurarse que los padres proveamos de este derecho a nuestros hijos y tengamos para ello su necesario soporte. Una función importantísima, pero subsidiaria de la familia.
Sin embargo, el ejercicio del derecho a la enseñanza de nuestros hijos parece habernos sido arrebatado a las familias y asumido paulatina y contumazmente por un Estado insaciable.
Las administraciones ya deciden las asignaturas que estudian nuestros hijos, las horas a la semana que estudian cada asignatura, las condiciones del profesor que puede impartir esa asignatura, su formación, su habilitación... Aún en algunas comunidades autónomas el «distrito educativo» en el que podemos –o no– elegir un colegio. Pues bien, con la LOMLOE se da el paso final: permitir a las autonomías extraer por completo a los padres del proceso de elección de colegio para nuestros hijos. Es la piedra de toque de la perversión del orden natural: Persona-Familia-Estado, para convertirlo en su esquema adoctrinador: Persona-Estado-Familia, cuya meta es la escuela única, laica y, por supuesto, estatal.
Los poderes públicos deben cumplir con sus obligaciones constitucionales: «Inspeccionar y homologar el sistema educativo para garantizar el cumplimiento de las leyes», «ayudar a los centros docentes que reúnan los requisitos que la ley establezca» y «garantizar el derecho de todos a la educación, mediante una programación general de la enseñanza, con participación efectiva de todos los sectores afectados y la creación de centros docentes». Y deben hacerlo para que las familias podamos elegir dónde, cómo y en quién nos apoyamos para ejercer nuestro derecho a la enseñanza de nuestros hijos.
Caemos en el permanente debate entre educación pública o concertada, pero no es más que un trampantojo que oculta la verdadera dicotomía, el meollo de la cuestión: familia o Estado.
Las familias, con nuestras suficientes preocupaciones cotidianas, hemos ido asimilando un sistema que nos arrebata una de las parcelas más importantes en la educación de nuestros hijos: su formación en las escuelas en los años más críticos de su vida –la infancia y la adolescencia–. A veces nos preocupamos más por lo que los colegios «meten» a nuestros hijos en el estómago que por lo que les «meten» en la cabeza y en el corazón.
No sabemos lo que quiere el Estado para ellos, con sus diferentes gobiernos y sus sucesivos vaivenes ideológicos y partidistas, pero sí sabemos que nosotros queremos para ellos lo mejor porque les amamos. Por eso la verdadera libertad de enseñanza estará mucho más cerca cuando los centros tengan autonomía real para determinar sus pedagogías, sus métodos y también una parte de sus contenidos curriculares, y cuando se encuentre la fórmula para que las familias podamos disponer de una manera más directa el dinero de nuestros impuestos que las administraciones aplican al sistema de enseñanza. Pluralidad y capacidad real de elección.
¿Hacen falta más ejemplos en España para comprobar que con la palanca de la enseñanza se puede ir ahormando una sociedad al antojo de sus gobernantes? ¿Hacen falta más ejemplos para reconocer que a través de asignaturas y contenidos transversales obligatorios están ya alcanzando el Sancta Sanctorum de la educación de las conciencias de nuestros hijos? ¿Cuánto tiempo más estamos dispuestos las familias a asumir estas anomalías en nuestro sistema de enseñanza? Es hora de un cambio de paradigma, de una verdadera revolución educativa –que no revuelta– cuyo objetivo final sea la recuperación en la enseñanza de ese orden natural, ontológico: Persona-Familia-Estado.
  • Juan Carlos Corvera es fundador y presidente de Educatio Servanda
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