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29 de marzo de 2024

INSTITUTO DE ESTUDIOS DE LA DEMOCRACIAGRACIÁN

La utilización política del derecho: de democracia a despotismo

La única manera de evitar los excesos del poder es la de establecer límites a su ejercicio, y solo es posible si se piensa en ese poder en términos normativos

Actualizada 01:30

Las relaciones entre política y derecho no han sido pacíficas a lo largo de la historia. Política y derecho atienden primordialmente a la vida en sociedad y la relación es manifiesta.
Ejemplo de ello se encuentra en la obra Política, de Aristóteles. Política y derecho no tendrían razón de ser si se ven como elementos separados, desde la perspectiva de Aristóteles.
Como resultado de acontecimientos históricos como la pérdida del dominio político de Atenas y la debacle de Roma, la visión de unión entre de derecho y política se ve debilitada. Maquiavelo niega que esa relación sea necesaria. Hobbes también cree que existe, pero afirma el predominio de lo político.
Prescindiendo de otros antecedentes más remotos, a principios del siglo XX, Kelsen postulaba un orden de derecho constituido por normas que derivaban de una norma fundamental. El Estado se confundía con el orden jurídico presidido por la norma fundamental. Y el derecho se aplica sin abrir juicio alguno sobre el contenido moral o ético del mandato.
Y Carl Schmitt, asumiendo el pensamiento en los antecedentes de Maquiavelo y Hobbes, propugna que el concepto legal de Estado es ajeno a la idea de la política porque la norma nos dice únicamente cómo se debe decidir, no quién debe decidir.
Pensadores como Max Weber nos advirtieron sobre el proceso de desformalización del Derecho, como consecuencia de las transformaciones en la esfera pública. Los años que siguieron al trabajo de Weber estuvieron marcados por una lucha política e intelectual tensa sobre la capacidad del Rechtsstaat para hacer frente a los nuevos desafíos impuestos a la Constitución Weimar, una «constitución sin republicanos» o una «democracia sin demócratas», cuando no pudo evitar legalmente el ascenso al poder de un líder que reclutó las adhesiones de un pueblo en una «república sin republicanos».
Hayek responde a las perspectivas escépticas afirmando una concepción sustantiva del Derecho, una noción estricta de la separación de los poderes y la existencia de derechos para garantizar el ámbito privado.
El principal problema de estas y otras formulaciones teóricas de dicha concepción es que el Estado de derecho quede cautivo dentro de un ideal político determinado. Y el riesgo es que el derecho pasa a ser el canal de expresión del poder como modo de acción real y la democracia se convierte en una expresión del despotismo de la mayoría.
Cuando la democracia es un engendro de despotismo la política imprime una dirección ideológica, una intencionalidad determinada, una orientación específica a los instrumentos jurídicos, de forma que, una vez sancionada la norma jurídica, la política realiza un uso interesado del sistema normativo. Entonces el riesgo evidente es que el derecho que regula y controla el ejercicio del poder legítimo, con mecanismos reactivos contra los excesos y abusos en que éste pudiese incurrir cede ante una política que amenaza al derecho mediante acciones antijurídicas que comprometen su unidad y eficacia. Y el resultado es que la política se evapora en el caos.
Desde que el actual Gobierno, con unos aliados que cuestionan la existencia del régimen de 1978 al no reconocer la soberanía del pueblo español, está al frente del poder ejecutivo con el apoyo de partidos desleales, con los que se encuentra en una situación de mayor proximidad que con aquellos que defienden nuestro sistema constitucional, el derecho se ha convertido en un escenario de disputa político-ideológica en la que se juegan importantes apuestas para comprometer el orden vigente.
La primera evidencia de esta situación es la labor de ingeniería social de este Gobierno que con su interpretación de la realidad tiene como objetivo implantar un proyecto de demoler un Estado a través de leyes que contravienen los valores superiores en los que se asientan nuestro ordenamiento jurídico.
Un claro ejemplo de lo anterior es la Ley Educativa con su indecente e ilegítimo uso semántico de la inclusión, y que es un atentado a lo que debe ser el derecho a la educación para el pleno desarrollo de la personalidad en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades. Y, por supuesto, las leyes de actualidad del llamado Ministerio de Igualdad, «para una nueva generación de derechos feministas» (sic).
Y no sólo en su función de iniciativa legislativa, sino que en ejercicio de su función ejecutiva nos hemos acostumbrado a contemplar atónicos a un Gobierno que con desviación de poder ejerce las potestades para un fin distinto del previsto en el ordenamiento jurídico.
La prueba evidente de esto último está en la acción de un Gobierno que no presta la atención debida a las resoluciones judiciales. Así fue, con la concesión de indultos a quienes han sido condenados por el Poder Judicial por un intento de golpe de Estado llevado a cabo entre septiembre y octubre de 2017 en Cataluña. Y, por supuesto, continúa en la actualidad en la concesión de beneficios penitenciarios a exmiembros de una banda armada, que usaron de la fuerza y el asesinato para conseguir sus fines, sin que hayan mostrado el más mínimo arrepentimiento ni colaboración con la justicia. Por no hablar de la pasividad ante los atropellos del Gobierno separatista catalán al castellano como la lengua española oficial del Estado y que todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla.
Entre política y derecho hay una interdependencia cuyo elemento común es el concepto de poder. La acción política se materializa por medio del derecho y el derecho que pone límites a la acción política aparece como elemento legitimador del poder político. Y aquí entra en juego el elemento clave: la legitimidad del poder. En ese momento la relación se invierte y es el derecho el que legitima el poder político.
Ahora bien, la única manera de evitar los excesos del poder es la de establecer límites a su ejercicio, y solo es posible si se piensa en ese poder en términos normativos. Esto supone que el poder político, especialmente el del Gobierno, se diseñe de manera condicionada, lo que implica que sólo pueda actuar justificadamente por medio del derecho, y esto sólo es legítimo si respeta como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político tal como proclama la Constitución de 1978 y garantiza la dignidad de la persona, los derechos que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás que son fundamento del orden político.
Afirmaba Locke que el poder político no es legítimo si va en contra de ciertos principios jurídicos. Y decía Montesquieu: «Nada puede ni debe estar por encima de las leyes que rigen una sociedad».
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