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La abogacía: entre la resistencia y la reinvención

Cada vez menos jóvenes quieren ser abogados porque la abogacía se ha convertido, poco a poco, en sinónimo de precariedad

Actualizada 04:30

La abogacía siempre ha sido un oficio de resistencia. Resistir las malas caras de los jueces, resistir los plazos imposibles y, sobre todo, resistir la tentación de tirar el código civil por la ventana y dedicarse a vender arroces. Pero ahora, con la noticia de que en los próximos quince años 44.000 abogados dejarán sus despachos vacíos y apenas 28.000 jóvenes estarán dispuestos a rellenar esos huecos, lo que empieza a necesitar resistencia es la idea misma de que ser abogado sea una buena idea de futuro.

El panorama en las grandes capitales ya lo conocemos. Los bufetes mastodónticos con nombres anglosajones y compuestos prometen éxito y glamour, pero lo que entregan es un estancamiento profesional vestido de Armani. Porque sí, te fichan con una sonrisa y promesas de hacer carrera, pero lo que hacen es encadenarte a una silla por un salario que apenas compensa el alquiler de un estudio en el que ni siquiera cabe tu toga. Esto, mientras tu vida social se reduce a los saludos por el espejo del baño de la oficina y al «vuelve pronto» del conserje cuando te marchas de madrugada.

¿Y Córdoba? ¿Qué pasa en nuestra ciudad, donde los naranjos no ocultan el hecho de que la abogacía joven tiene las alas cortadas antes incluso de despegar? Aquí no tenemos tantos de esos monstruos devoradores de talentos, pero el problema es otro: los despachos son, en su inmensa mayoría, pequeños y familiares, aunque poco a poco vemos cosas nuevas, construidos a base de años de esfuerzo y dedicación. Lo cual está muy bien... salvo que seas un recién llegado sin recursos para abrir algo por tu cuenta. Porque claro, emprender cuando el máster de acceso ya te ha dejado sin un duro y con la cuenta en números rojos y sin una base de clientes, es poco menos que un milagro.

Recuerdo cuando estudiaba la carrera con la ilusión de quien todavía no conoce las grietas del camino. Creía en la justicia, en las palabras bien argumentadas, en el poder de una toga para cambiar las cosas. Pero esa burbuja se fue desinflando cada vez que preguntaba a abogados con experiencia sobre el futuro que me esperaba. La respuesta siempre era la misma, dicha con una mezcla de cansancio y resignación: 'Huye'. Aun así, me aferré a la idea de que las cosas podían ser diferentes, de que cada generación trae consigo la posibilidad de cambiar el rumbo. Y aquí sigo, creyendo fielmente en la profesión, saltando grietas (que confirmo que se puede). Pero esto no me aleja de ver los problemas que hay.

Los jóvenes quieren empezar, pero no pueden. Y los despachos más establecidos, que no tienen recursos para ofrecer condiciones atractivas, tampoco ayudan mucho. Al final, el resultado es una especie de juego de las sillas: cuando se acaba la música, todos corren, pero nadie encuentra sitio.

Pero aquí viene lo interesante: este «invierno demográfico» es más que un problema de jubilaciones y relevos. Es un síntoma de algo mucho más grande. Cada vez menos jóvenes quieren ser abogados, y eso no es porque les falten ganas de trabajar (que las tienen), sino porque la abogacía se ha convertido, poco a poco, en sinónimo de precariedad. Si el prestigio de esta profesión se ha sostenido durante siglos sobre la idea de ser una carrera de éxito, hoy esa ilusión se desmorona con el primer salario que no cubre ni la cuota del colegio de abogados.

Y seamos honestos: a esto no hemos llegado por casualidad. La abogacía está atrapada en una dinámica que premia la cantidad sobre la calidad, que exige jornadas infinitas para tareas rutinarias y que, en muchas ocasiones, no reconoce ni valora el talento de los jóvenes. Así, no es raro que muchos prefieran dedicarse a otra cosa antes que hipotecar su tiempo y su salud en una profesión que no les da garantías de futuro.

¿Dónde está el lado optimista en todo esto? Pues, si me lo preguntan, aquí va: menos competencia. Sí, cada vez menos gente quiere ser abogado, lo cual significa que los que nos quedamos tenemos más margen para destacar. Pero, y esto es importante, no podemos ignorar lo que esto realmente significa. Porque si la abogacía está perdiendo su atractivo, no es solo un problema de números, es un golpe a nuestra esencia como profesión. ¿Qué imagen estamos proyectando para que nadie quiera ponerse la toga?

Es aquí donde tenemos que hacer autocrítica y plantearnos cómo queremos que sea el futuro de nuestra profesión. Porque, seamos claros, la abogacía no va a desaparecer, pero tampoco puede seguir siendo un oficio que exige tanto y devuelve tan poco. Es el momento de replantear las cosas: ofrecer mejores condiciones para los jóvenes, valorar su talento y modernizar una estructura que, en muchos aspectos, sigue anclada en el pasado. Y, sobre todo, devolver a la abogacía el prestigio que siempre ha tenido, pero que ahora parece desvanecerse como el humo de un cigarro en el pasillo de los juzgados.

Así que, mientras los veteranos se jubilan y los jóvenes dudan, aquí estamos, los que seguimos al pie del cañón. A los que les queda fe en esta profesión y creen que, con todo, vale la pena. Porque sí, el invierno demográfico se acerca, pero tras el invierno, siempre llega la primavera. Y yo, francamente, ya estoy listo para verla florecer. Con menos competencia, eso sí.

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