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19 de abril de 2024

En Primera LíneaMiguel García-Baró

De barbarie y ciencia

Nunca antes se ha hecho el experimento de vivir sin religión, sin filosofía, sin mitos, sin arte, sin fines, sin moral. ¿Ahora es así como vive la mayoría?

Actualizada 01:37

No conozco a nadie que no sienta que vivimos en un tiempo de crisis, desorientación, violencia, locura. Miramos a los inmensos territorios tiranizados y míseros; salta la noticia de centenares de miles de niños sometidos a abusos en el ámbito de la Iglesia católica y en uno de los países más cultos y prósperos del mundo (y además se nos informa de que ese número inconcebible representa apenas el cinco por ciento de los menores que han sufrido allí esa perversidad en su círculo familiar o escolar); vemos a líderes políticos que mienten como por sistema sin que sus avanzadas sociedades democráticas los rechacen inmediata e indignadamente; otros países retroceden de repente a la época en que la mujer debía desaparecer de lo público y estaba al margen de cualquier derecho que le cupiera reclamar ante un juez. Los lobos cuidan del rebaño y van, como es natural, devorándolo a medida de su capricho. Desde que hay literatura, a los poderosos se les llama con los insultos más duros, pero la adulación y el miedo dirigen los actos de demasiada gente: de esa misma gente que escucha con placer los ataques de los valientes a sus jefes.
Nunca antes se ha hecho el experimento de vivir sin religión, sin filosofía, sin mitos, sin arte, sin fines, sin moral. ¿Ahora es así como vive la mayoría?
«Estamos entrando en la barbarie». Esta es la solemne primera frase del extraordinario libro de Michel Henry dedicado a este fenómeno.
Lo corriente no es pensar que llega tan lejos el peligro, sino, por ejemplo y sobre todo, conformarse con constatar tristemente que la necesaria multiplicación de saberes y técnicas especiales hace imposible que nadie posea el panorama completo de tal acumulación de conocimiento; y, en consecuencia, que, aunque hay remedio para los muy diversos problemas parciales que nos tocan, no hay consejo sensato que dar en lo que hace a nuestra existencia misma, a su conjunto, a su corazón. Nos enmiendan un brazo roto, una fobia, el aparato en el que escribimos y hasta un conflicto matrimonial; pero ¿en manos de quién poner la guía general de nuestra vida? Cada uno anda tan despistado que nadie se puede creer que no necesita ayuda.
Este modo de afrontar la situación supone, sin embargo, lo que realmente es más grave y amenazador en ella: la hipótesis firme, que nadie parece poner en duda, de que no hay ante la vida de los seres humanos enigmas ni misterios, sino meros problemas. Y como los problemas tienen solución técnica, basada en el riguroso saber de las ciencias, la vida en conjunto se enfrenta, pues, también a un problema, aunque de proporciones colosales: el de dirigirse hacia donde debe ir para ser plena, para ser vida maravillosamente buena.
De barbarie y ciencia 22-10-21

Lu Tolstova

Se echa entonces de menos una especie de superciencia de lo humano mismo, del bien mismo al que podemos aspirar, que debería componerse con los fragmentos de las ciencias en dispersión. Imaginamos que hay la posibilidad real de ese saber (con s mayúscula –los griegos llamaron a esta hiperciencia Sofística, es decir, precisamente Saber con s mayúscula–). Imaginamos, por tanto, que en el pasado, cuando las ciencias eran menos, más cortas y más imperfectas, se tuvo la ilusión de poseer ya este Saber. Imaginamos que lo ilusorio de esa pretensión dio lugar a los fracasos sucesivos de las épocas históricas. Aquellas viejas ciencias carecían de precisión, andaban muy deficitarias de claridad racional y buenos fundamentos. Metafísicos y teólogos se creían con derecho a juntarlas y a ser los únicos intérpretes del resultado de esa concinación -una palabreja que gustaba a Unamuno para este mismo uso-. Las sociedades en que estos personajes fraudulentos fueron los guías han ido revelando su horror, su nihilismo, su desorientación. Ahora ya las ciencias son infinitamente más perfectas, más ciencias; se busca quien las amalgame y tome las riendas del viaje humano por el universo. Ya se ve que tendrá que ser una máquina, una inteligencia artificial, quien (aunque no sea «quien» porque no es nadie, no es persona) tome este lugar. Y mientras tanto, algunas técnicas psicológicas, mezcladas con dosis de sociología, economía y marketing, se arrogan el papel sustitutivo. Estas técnicas se dedican explícitamente a aumentar en sus clientes la autoestima: un asunto que, puesto en malas manos, viene a ser, por desgracia, la repetición del viejo lema: antes parecer que ser –siquiera, parecer algo grande a los propios ojos y, mucho mejor aún, parecerlo también a los ojos de quienes nos pueden perjudicar o promover–.
La barbarie empieza en el mismo momento en que se pasa por alto la evidencia de que nos enfrentamos constantemente con enigmas y con auténticos misterios, o sea, con obstáculos que ninguna técnica podrá jamás salvar y, también, con apoyos y dones que exceden la capacidad de nuestro conocimiento científico.
La naturaleza entera es un maravilloso enigma, además de que de ella podamos extraer soluciones técnicas múltiples. Cada cosa encierra, en sus relaciones con todas las demás, una abundancia de sentido y belleza que no agotaríamos aunque nos sumiéramos toda la vida en ella. Por eso, no hay nada real que no reclame al arte, y sería bárbaro considerar superfluas las artes ya que existe la ciencia.
Algunos elementos esenciales de la existencia se revelan solo a medida que la vivimos. Es luego como si la envolvieran entera. Elijo la palabra de Marcel: se trata de los misterios.
De un enigma podemos saltar a cualquier otro. De un misterio, en cambio, no podemos librarnos nunca, aunque evolucione nuestro modo de habitarlo. La muerte, el amor, la culpa, la fecundidad, la desdicha, el perdón no aparecen sino en una determinada sucesión –y hay vidas que solo se abren a algunas de estas realidades pero no a todas–. No son meros enigmas –muchísimo menos son solo problemas–. El arte y la filosofía los siguen. La técnica solo roza lo más externo de ellos.
Abundan los sofistas, pero en realidad no existen.
Miguel García-Baró, de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas
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