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19 de abril de 2024

en primera líneaFernando maura

Acción y política exterior españolas

Urge poner en orden nuestra propia casa antes de plantearnos acciones y políticas de algún alcance

Actualizada 03:25

La Universidad Francisco de Vitoria en colaboración con el foro LVL, y con la subvención del MAEC, ha debatido en tres sesiones diferentes la situación que atraviesan la política y la acción exterior españolas. En el primero de los actos intervinieron los embajadores Rupérez y Pascual de la Parte y el director de El País, Antonio Caño; en el segundo los exministros de Exteriores, Arancha González Laya y Josep Piqué. Cerró los encuentros el presidente Aznar.
Conviene distinguir la acción exterior de la política exterior. La primera –la acción exterior– podríamos decir que se produce de una manera mecánica por los Estados a través de sus embajadas, consulados, y aun de las empresas o de las personas que cuentan con una proyección singular más allá de las fronteras de los países. En el caso concreto de España, las comunidades autónomas y sus oficinas de representación en el extranjero complican –a veces de manera desleal, como resulta sobradamente conocido– esta situación.
La política exterior es otra cosa. Aunque muy demeritado el término, la política requiere de algo más que personal, locales o medios, por muy profesionales que sean los primeros o muy importantes y nutridos que estén estos últimos. La política exige de una estrategia definida y de una cierta voluntad en su implementación. Y debe ser propia y en interés del Estado que la desarrolla, no de quienes lo puedan representar. Y como la política no soporta el vacío, si no se ejerce por el Estado al que le corresponde ejecutarla, siempre habrá algún otro país que esté dispuesto a cubrir la plaza abandonada.
Para que haya algún tipo de política exterior, aun débil o vacilante, debe existir con carácter previo –como aseguraba el embajador Rupérez– una cierta estabilidad interior en el país al que se refiere, de lo contrario, lo que estaremos practicando a nivel internacional será una especie de strip-tease de nuestras vergüenzas nacionales. Más aún –como demuestra el caso del proceso independentista de Cataluña– estaremos derrochando nuestros recursos públicos en la defensa a una agresión dentro de nuestras fronteras, empleando para ello unos recursos –personales y económicos– que no podrán ser utilizados en otras tareas.
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Lu Tolstova

España surgía de un oscuro pasado al que la transición democrática aportaba luz, ilusión y convicciones en su ámbito exterior. La forma en que habíamos logrado resolver un problema de dificultad evidente nos convertía en un país de referencia y en modelo de actuaciones similares para otros pagos. Pero ese proceso ha quedado prácticamente agotado por la contundencia de sus detractores, empeñados en reescribir la historia, y por la debilidad y vetustez de sus defensores, que ya parecen –¿parecemos?– algo así como dinosaurios procedentes del Parque Jurásico que algún día remoto existiera en la península ibérica. Sin embargo, reivindicar la transición democrática y sus logros –recordemos entre éstos la Conferencia de Paz, celebrada en Madrid en 1991, entre la OLP, Siria, Líbano y Jordania– constituye un empeño necesario si lo que pretendemos es situar, otra vez, a España en el lugar que, pese a todo, le corresponde.
¿Hemos perdido la fe en nuestro proyecto nacional, como opinaba Antonio Caño en el debate al que me estoy refiriendo? Si así fuera, no resultaría extraño que esa incredulidad se hubiera transformado en nuestra principal tarjeta de visita en el exterior y que esta actitud contamine negativamente nuestra acción –que no política– exterior.
Como consecuencia de esta crisis de descreencia, se diría que ha abandonado España su condición de embajador ante la UE de los intereses de los países iberoamericanos, como lo hemos hecho en el pasado; tampoco, desde luego, parece dispuesta a combatir la hispanofobia que exuda de la verborrea de algunos dirigentes de la zona –cada vez más numerosos, por desgracia–; careceremos también de la posibilidad de potenciar, junto a esos Estados, la importancia de nuestro idioma, que no es sólo un instrumento de comunicación, sino también un vehículo de transmisión de valores frente a una contracultura indigenista que –como decía Piqué– se contrapone precisamente a la civilización que allí dejamos; por lo mismo que la permanente debilidad económica de España nos impedirá aportar soluciones en el debate europeo, asumiendo como propias las decisiones que provienen de los intereses de otros, o que nuestra singular manera de entender la política, en términos de polarización y de exclusión del adversario, también nos aleje de la estimación de nuestros amigos del otro lado del Atlántico y nos debilite en las relaciones con los vecinos del Magreb, con grave daño del prestigio internacional de España y con un impacto no desdeñable en la seguridad y el coste del abastecimiento energético, como lo demuestra el precio que los consumidores estamos pagando por la luz.
Urge, por lo tanto, poner en orden nuestra propia casa antes de plantearnos acciones y políticas de algún alcance. Y conviene que los debates de nuestros dirigentes procuren alejarse de la confrontación permanente, se pongan de acuerdo en algo y ocupen su atención en lo que de verdad preocupa al ciudadano de a pie.
  • Fernando Maura es director del foro LVL de política exterior
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