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25 de abril de 2024

TribunaAntonio Flores

Progresismo versus patrimonio

Los excesos «ilustrados y modernizadores» se llevaron por delante personas y monumentos con frenesí iconoclasta

Actualizada 01:15

Hace pocas semanas, viajaba yo un domingo de regreso a Madrid por la carretera que baja de Asturias hasta Benavente, con la sana intención de llegar a misa de 12 a mi pueblo de la Castilla profunda. Se me hizo tarde y como en mi pueblito no hay misa vespertina decidí pararme en Benavente a cumplir el precepto dominical.
Benavente es una de las localidades más importantes de la provincia de Zamora, lo que no es mucho decir en esta provincia, hermosa y desdeñada. Por sus calles asoman multitud de hermosos rincones. Entre ellos destacan dos grandiosas iglesias románicas, con portadas soberbiamente equilibradas y dotadas de esa silenciosa proclamación de fe escrita en piedra, tan característica del románico.
Al salir de misa me abordó un mendigo con el que departí un buen rato, mientras me describía las fachadas del templo y me contaba historias. Me sorprendió el escándalo y la expresividad con la que describía la impiedad del soldado francés, que trepó para descabezar la figura del niño Jesús situado en el regazo de la Virgen, que corona el parteluz de la fachada lateral. Parecía que lo hubiese visto con sus propios ojos. Luego me recordó todas las tropelías cometidas por la soldadesca gabacha, que destruyó prácticamente todos los templos.
Durante el resto del viaje no pude dejar de pensar en la destrucción que ocasionó en España aquel Ejército francés, ebrio de vino, progresismo e ilustración. El terrible saqueo de Córdoba. La destrucción deliberada del mausoleo de los reyes de León en la increíble Colegiata de San Isidoro. La voladura del castillo de Burgos, hermosos ejemplo de arquitectura militar de España. Y tantas, tantísimas, cosas más.
Fui recordando más vivencias relacionadas con el objeto de mis reflexiones. Como una visita al imprescindible monasterio de Poblet, que guarda otra de las raíces sobre las que se asienta el frondoso árbol de nuestra frondosa historia: el mausoleo de los reyes de Aragón, joya del gótico explosivo, que también fue objeto de las atenciones del progresismo ilustrado. Incendiado por las «turbas liberales» durante el trienio revolucionario (1820 – 1823), fue posteriormente desvalijado a fondo después de la revolución de 1834, cuando los mismos vecinos destrozaron a conciencia las tumbas de los reyes de Aragón.
Y es que la revolución liberal, tan justa y benéfica ella, supuso otra ordalía para nuestro patrimonio. Los excesos «ilustrados y modernizadores» se llevaron por delante personas y monumentos con frenesí iconoclasta. Incontables obras de arte fueron destruidas y/o saqueadas, a veces llevándose por delante a las personas que las cuidaban, con especial atención a las consagradas. Como sucedió en Madrid en 1835, donde fueron asesinados salvajemente un centenar de monjes, ante la indiferencia culpable de unas autoridades que disponían de suficientes recursos para evitarlo. Y no se trató de hechos espontáneos. Hay bastantes pruebas de lo contrario.
Pero esto no fue nada en comparación de lo que sucedió con una de las mayores agresiones de la época moderna a la tradición, la historia y la cultura de todo un pueblo. De toda una comunidad, asentada secularmente en un conjunto de creencias y valores, básicamente de carácter religioso. Porque esto es lo que fue, en términos generales, la malhadada desamortización impuesta por la arbitrariedad de los gobiernos progresistas.
Sin duda existieron factores económicos de peso que justifican, al menos parcialmente, las decisiones tomadas. Sobre todo la gigantesca deuda pública, que se había producido en gran parte como consecuencia del despilfarro borbónico. Pero también la necesidad de liberar la economía y la hacienda de las rigideces acumuladas por la ineficacia del antiguo régimen.
Pero la forma en que se ejecutó la desamortización fue desastrosa, arbitraria y corrupta. Ya en tiempos de Carlos III, se habían producido graves daños a causa del triste destino dado a los bienes usurpados a la Compañía de Jesús. Un caso de despotismo muy poco ilustrado. Los costes patrimoniales fueron tremendos, tanto en la península como en las Provincias Americanas. Los monumentales esqueletos ruinosos de los templos de las gloriosas Misiones Jesuíticas en Argentina y Paraguay, son silenciosos testigos de tamaña barbaridad.
Luego vinieron las dos grandes oleadas desamortizadoras realizadas por gobiernos progresistas y que han recibido el nombre de los ministros que las impulsaron: Mendizábal y Madoz. La primera de ellas, realizada en 1835 y 1836, se centró en los bienes tanto de los monasterios como en los del clero secular. Los costes humanos y sociales que produjo fueron altísimos. La segunda se realizó durante el bienio progresista de 1855 – 1856, dirigida por Madoz y Espartero. Se centró, sobre todo, en los bienes llamados «de propios» y comunales. Estos bienes eran fundamentales para la vida de los pueblos, puesto que en ellos pastaba el ganado de quien no tenía tierras, además de ser la fuente fundamental de leña para los lugareños.
Ambas supusieron una destrucción incalificable de patrimonio. Monumentos, tanto religiosos como seculares malvendidos, cuando no abandonados y saqueados. Bibliotecas quemadas para hacer sitio. Colecciones invalorables de arte descuidadas y finalmente desaparecidas. Además el segundo proceso tuvo consecuencias nefastas para el patrimonio natural de nuestra patria. Los patrimonios comunales consistían, en gran parte, en bosques de uso colectivo para los vecinos, que fueron generalmente adquiridos por miembros de la creciente burguesía urbana que los deforestaron para hacer dinero rápido, mediante la enajenación de la madera atesorada por los vecinos durante generaciones.
Después llegó la «Gloriosa Revolución» de 1868. Aunque no tuvo motivaciones religiosas, la actitud general de las nuevas autoridades se distinguió por la vesania con la que reiniciaron su persecución destructiva contra todos los símbolos que despreciaban. El odio antirreligioso se propagó con rapidez por todo el arco Mediterráneo y el sur de la península, con incendios, asaltos y usurpaciones incontables que se llevaron por delante otra buena porción de nuestro patrimonio. Como ejemplo destacado puede destacarse el de la Junta Revolucionaria de Sevilla que decretó la destrucción de 47 templos hispalenses. Nada menos. Y entre ellos la iglesia de San Miguel, una joya extraordinaria del arte mudéjar, entregada de forma inmisericorde a la piqueta.
Y para terminar, de momento, vino la Guerra Civil. Hablar de lo que sucedió durante la República y la Guerra Civil es hablar del más bárbaro de los asaltos destructivos al patrimonio de nuestro pueblo. Y digo conscientemente pueblo, en lugar de patria o nación. Porque la gente consideraba suyos los edificios que se destruían y las obras de arte que se quemaban. Y sentían que con aquellas destrucciones desaparecía parte del alma colectiva con la que se sentían identificados, que les constituía. Resalto un hecho al respecto que me conmovió en lo más hondo. Hace un par de años. La exposición en el Museo del Prado de la única escultura de Miguel Ángel existente en España: el San Juan Bautista joven de Úbeda, después de su cuidada restauración. Fue reducido a fragmentos por miembros del sindicato de ferroviarios de la UGT, a los que no se puede considerar «masas incultas». La belleza del «Sanjuanito» sigue siendo inmarcesible.
Ahora vuelven a resonar por doquier nuevas voces estruendosas y amargas que llaman a eliminar los símbolos que les molestan. Como si borrando los símbolos pudieran borrar la historia que recuerdan. Como si sus propuestas brutales sirviesen para otra cosa que para intentar imponer su versión a los que pensamos de forma diferente. Posiblemente en los próximos años asistiremos a una nueva ordalía de destrucción de testimonios de belleza encarnada en piedra. Una destrucción que estará progresistamente justificada y además, esta vez, debidamente legalizada.
Y para colmo de agravios, tendremos que soportar, lo más insoportable: la despectiva «superioridad moral» de los autoproclamados progresistas, que a pesar de sus demoledores antecedentes siguen considerándose ejemplares promotores de la cultura, admiradores preclaros del arte, defensores incansables del patrimonio.
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