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19 de abril de 2024

tribunaJosé Ramón Riera

20 céntimos manchados de sangre

Yo no estoy dispuesto por 10 miserables euros a tener la sensación de que llevo en mi bolsillo la sangre de Miguel Ángel Blanco

Actualizada 08:45

Por primera vez en mucho tiempo estoy escribiendo, no con la cabeza y el razonamiento, sino con el corazón. Sé que me estoy metiendo en un terreno pantanoso al que no estoy acostumbrado, pero por otro lado tengo la obligación personal de decir lo que siento.
Recuerdo perfectamente el 19 de junio de 1987, viernes, alrededor de las cuatro de la tarde, estaba yo en mi despacho de Informática el Corte Inglés cuando entró mi jefe y me dijo: «Déjalo todo que nos vamos para Hermosilla». En el coche me empieza a contar que ha habido un atentado en el Hipercor de Meridiana y que hay muchísimos muertos y heridos. Las caras de funeral que había en la cuarta planta de Hermosilla 112 las tengo todavía grabadas en mi memoria, así como el plan que se montó desde el equipo de Informática para preparar una donación masiva de sangre.
Recuerdo también el 13 de julio de 1997. Estábamos comiendo en mi casa con mis cuñados y algún amigo, cuando recibimos la noticia de que se había encontrado el cuerpo de Miguel Ángel Blanco con dos tiros en la cabeza. El silencio fue sepulcral, las lágrimas empezaron a caernos a todos y una fiesta de verano se convirtió en una situación de llanto y rabia contra un grupo de asesinos que habían matado a un joven concejal con disparos en la cabeza teniéndole arrodillado.
En esa época, hacía ya más de 8 años que había conocido a Tomás Ariceta, consejero delegado de Ibermática, empresa vasca de servicios informáticos, que me llevó a formar parte de la patronal del sector (SEDISI). El día que le conocí llevaba un lazo azul en la solapa de su traje y se lo pedí, porque quería llevarlo a partir de ese momento. Sus palabras cariñosísimas fueron: «Claro que sí, tómalo, pero te aconsejo que si vas por mi tierra no lo lleves, puedes correr muchos riesgos y tú no eres vasco».
Desde entonces hasta casi el año 2002, no dejé de llevarlo ni un solo día de trabajo, incluso en todas mis visitas a Bilbao y San Sebastián que tuve que hacer durante aquellos años. Y sí, Tomás tenía razón, más de un disgusto me costó.
Desde entonces, allá por el 2002 hasta hoy no había vuelto a sentirme tan mal como hace un mes, salvo el 11 M de 2004, en el que con mi equipo estuvimos buscando por hospitales de Madrid a dos trabajadores de nuestra empresa que no habían llegado a sus puestos de trabajo.
Cuando me enteré de que Pedro Sánchez había sacado adelante su plan anticrisis con la ayuda de los etarras de Bildu, me entró un escalofrío y me vino a la mente que a partir de ese instante, cada vez que echase gasolina al coche y recibiese el descuento de 20 céntimos por litro, iba a ver ese dinero manchado con la sangre de Miguel Ángel Blanco y los catalanes que fallecieron en el Hipercor de Meridiana.
Sólo de pensarlo me entran ganas de vomitar, que desde la más alta institución de mi país, elegida por los españoles, haya preferido manchar sus manos con la sangre de más de 800 personas asesinadas por ETA, antes que negociar con el PP unas medidas complementarias.
Todo ello me hace jurar por lo más sagrado que nunca más en mi vida volveré a pensar en este personaje si no es viéndole con las manos llenas de sangre, manchándonos a todos los españoles con su inmundicia.
Desde entonces, he tomado una decisión y es que no quiero sus 20 céntimos por litro manchados de sangre y que cada vez que he llenado el depósito de mi coche con gasolina, he mirado el descuento, he guardado en un sobre ese dinero y se lo entregaré a Cáritas todos los trimestres.
Yo no estoy dispuesto por 10 miserables euros a tener la sensación de que llevo en mi bolsillo la sangre de Miguel Ángel Blanco.
  • José Ramón Riera es economista y emprendedor
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