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28 de marzo de 2024

TribunaFernando Ramos

El viejo arte del discurso parlamentario ha desaparecido en España

La realidad es que encontramos a diario desde el Congreso a cualquier cámara autonómica el uso chabacano de la lengua, lugares comunes, insultos, descalificaciones, pobreza léxica y expresiva extendidos como una plaga

Actualizada 09:21

En unas recientes jornadas de convivencia, celebradas en el Parlamento de Galicia, con presencia de periodistas de todos los medios de esta comunidad, a propósito, entre otros temas del «periodismo parlamentario», quedó de manifiesto, con carácter general, y referido al conjunto de España, que este otrora e históricamente notable género periodístico había venido a menos en plena democracia, y no precisamente porque no haya buenos cronistas, que los hay, sino por la propia pérdida de calidad, ingenio, originalidad, estilo y exposición del discurso parlamentario en todas las cámaras empezando por el Congreso de los Diputados y descendiendo al resto de los parlamentos de las diversas comunidades. He ahí uno de los aspectos más desoladores de la sociedad española: la pérdida progresiva de lo que se supone debería ser el uso inteligente de la palabra en su templo; es decir, en el parlamento, en el Congreso de los Diputados, donde se espera que los oradores se esmeren o deberían esmerarse en la elaboración del discurso, pues no olvidemos que era, al menos hasta ahora, un género literario y no menor, en el que en el pasado se lucieron políticos de todas las ideologías.
En la historia del parlamentarismo español e inglés hay dos conocidas anécdotas que reflejan que se puede responder de manera brillante al insulto o la falta de respeto de un oponente sin perder el buen tono. En 1934, el líder de la derecha de entonces José María Gil Robles (a quien por cierto conocí y entrevisté en Vigo en 1973, cuando vino a defender al funcionario de la CAT que tomaron como chivo expiatorio en el caso REACE), estaba en pleno discurso, cuando desde los bancos de la oposición, en la parte superior de la cámara, salió una voz que a gritos decía: «Su Señoría es de los que todavía llevan calzoncillos de seda». Se armó el lógico alboroto, pero Gil Robles, sin inmutarse, esperó a que se calmara el tumulto, y dirigiéndose a la zona de la que saliera la voz, replicó sin inmutarse: «No sabía que su esposa fuera tan indiscreta». No es peor la anécdota que protagonizó el singular Winston Churchill: la primera mujer que ocupara escaño en la Cámara de los Comunes, Lady Astor, le dijo en una ocasión: «Si usted fuera mi marido, le echaría veneno en el té». A lo que el interpelado replicó con rapidez: «Señora, si usted fuera mi esposa... me lo bebería».
Frente a estas muestras de ingenio, de otro tiempo, la realidad es que encontramos a diario desde el Congreso a cualquier cámara autonómica el uso chabacano de la lengua, lugares comunes, insultos, descalificaciones, pobreza léxica y expresiva extendidos como una plaga. Si el periodismo parlamentario apenas es un estilo percibido, se debe a que los periodistas no tienen elementos a la vista para comentar como hacía Fernández Flórez en su tiempo. De ahí que la lectura de sus acotaciones parlamentarias conserve intacta frescura. El discurso, el buen discurso parlamentario era un género que, luego recogido en forma de compilaciones o memorias, permitía y permite disfrutar con sosiego de aquello que se decía en las cámaras. Pero eso ya sólo es posible volviendo a leer lo que dijeron en el Congreso próceres diversos, especialmente durante la II República.
Todo discurso consta o precisa de cuatro elementos esenciales: el que habla, aquello de lo que habla, a quién se dirige y el efecto en quien le escucha. ¿Y qué se espera que haga un diputado o un miembro del Gobierno en el Congreso? Pues debe explicar, razonar, exponer, convencer, responder al contradictor con argumentos que lo desarmen. Y la oposición hacer lo mismo, con su propia aportación. Es evidente que cuando no se tienen razones, no queda a mano otra herramienta que el insulto. Lo primero que se precisa para construir un discurso, un mensaje, es un motivo, o mejor, una necesidad, una justificación, una razón de ser. Hay que tener algo que decir a alguien. Lamentablemente, en no pocas ocasiones, lo único que justifica los discursos desde la tribuna del parlamento es decirse algo a sí mismo, a sus partidarios, a un desconocido e inconcreto auditorio de modo tan vacío como rutinario. Los clásicos llamaron a la retórica el ars bene dicendi, el arte del bien decir. Entendían que construir un discurso requería seguir escrupulosamente una serie de secuencias para establecer sus contenidos. Dominar la técnica en este punto suponía encontrar siempre la frase o el recurso adecuado durante una exposición o la respuesta, usando determinados adornos o licencias y haciéndose comprender. No se nos ocurre que ni los ministros ni los diputados de este tiempo lleguen a tales sutilezas. Nos conformamos con que no se insulten ni digan tonterías. Y es que, además, aburren.
  • Fernando Ramos es periodista
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