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20 de abril de 2024

TribunaFederico Romero

El camino del amor

Creemos en un Dios único y tripersonal que nos muestra claramente que el amor es relación. «Nuestra forma de inmortalidad depende de nuestra forma de amar»

Actualizada 10:16

La vida, desde la aurora hasta el atardecer, es un camino de aprendizaje difícil pero maravilloso. Y si, como dice en su conocida frase San Juan de la Cruz: «Al atardecer nos examinarán de Amor», debemos prepararnos para esa prueba. Una prueba que no consiste, como tantas otras, en atesorar conocimientos, sino experiencias de donación «del yo» que nos habrán capacitado para ese transitar a una dimensión definitiva y desconocida. Benedicto XVI –sin duda uno de los teólogos más eminentes de los dos últimos siglos– nos ha desvelado algo de los muchos enigmas de la vida y de la muerte de los humanos.
Quien lea lo que a continuación escribo pensará que quizás la plataforma que nos da este diario no es la adecuada para el tema que ofrezco a la consideración de sus lectores. Al respecto, solo me permito un detalle íntimo: mi abuelo se acercó al cristianismo, al final de sus días, gracias a las homilías que el obispo de Málaga y Cardenal Ángel Herrera pronunciaba todos los domingos, en la misa de una de la Catedral, y que escuchaba por radio. Nunca se me ha olvidado la importancia de una catequesis basada en la aproximación adulta y alejada de cualquier visión mitológica o sensiblera de nuestra fe. Por ello creo que profundizar en las lecciones de Ratzinger, desarrollada en la monumental obra de sus escritos, debe ser difundida y considerada no necesariamente en medios específicamente religiosos.
Para los viejos como yo –aunque creo que para todos, gracias a su carácter ineluctable– el negociado (necotium) de la muerte es fundamental. Y no nos consuela esas formas de pervivencia, consistentes en el subsistir en la memoria de los que nos aman (descendencia y amigos) o en la inmortalidad de la fama, que tan amable y descomprometidamente se expresan en los obituarios. Como dice Ratzinger esa es una forma de ser-en-los-demás, un eco, una sombra, o sea un «no ser». Y si esto es así, solo puede haber un apoyo verdadero: el de «el Dios de los vivientes», «la fuerza que originó mi ser», «en realidad, más cerca de mí mismo que cuando intento estar sencillamente en mí». La liturgia de la Iglesia es pues más esperanzadora y real que ninguna otra: «La vida no termina, se transforma». Nuestra energía no se pierde ni se destruye con la muerte, «se transforma». Algo de eso se atisba en Lavoisier o en Lomonósov o en la actual física cuántica, aunque prescindiendo, claro está, de la trascendencia.
Muchas veces descubrimos ese afán de trascendencia en nuestro deseo de saber, en nuestra curiosidad constante. Platón (en Fedón.81; A) se pregunta, a propósito de esa sed de saber, «¿acaso el amor a la sabiduría no es una iniciación a la muerte?». ¿Acaso –podemos decir nosotros– amar la sabiduría no debe consistir en aprender a amar, para poder encaminarnos adecuadamente al final de nuestra muerte? Es difícil describir cuál es la esencia del verdadero amor. Solo podemos hacerlo mediante aproximaciones en sus diversas facetas. C.S. Lewis en su ensayo Los cuatro amores trata de hacerlo, aunque resultan ser variaciones de lo que llama –reduciéndolo a dos–: «El amor dádiva» y el «amor necesidad». Y San Pablo, en su conocida Carta a los Corintios (1ª, 13), que tantas veces hemos oído en las bodas, en una enumeración de doble entrada: positiva, «es paciente, amable…», y negativa, «no es envidioso…» nos expresa «manifestaciones» del verdadero amor. Por supuesto que, en nuestra tarea de aprendizaje, todas ellas conforman un conjunto de lecciones prácticas que debemos cursar durante toda nuestra existencia. Pero en ese curso vital y prolongado, estamos obligados a personalizar nuestra forma de amor a los demás y a Dios. Todos sabemos íntimamente –o debemos procurar saber– cuándo hacemos las cosas bien. En la medida que encarnamos esa forma de amor, podemos ir «sintiendo» que estamos más o menos listos para el final que se nos acerca, convirtiendo el tránsito a la única forma posible de existencia, que es «subsistiendo en Dios». Si en el camino no hemos completado la tarea de saber amar, o nos hemos incapacitado radical y definitivamente para hacerlo, o estaremos en una espera ansiosa (que la Iglesia Católica llama «purgatorio») o en la radical, fría y definitiva soledad (que llama «infierno») en la que el castigo nos lo hemos infligido nosotros mismos por incapacitarnos para el Amor. «Y ahora ya podemos definir – concluye Ratzinger– el significado preciso de esta palabra (Infierno): es la soledad en la que la palabra amor ya no puede resonar, es la soledad que implica la inseguridad de la existencia».
Es por eso que, durante lo poco o mucho que nos quede de vida, tenemos que irlo convirtiendo cada día en un camino de relación amorosa con los demás. Creemos en un Dios único y tripersonal que nos muestra claramente que el amor es relación. «Nuestra forma de inmortalidad depende de nuestra forma de amar». La persona, que es lo esencial del hombre permanece, no en la bienaventuranza privada, sino en una totalidad, en una complejidad de la que formaremos parte sin, por ello perder nuestra individualidad subsistida en Dios, que es Amor.
  • Federico Romero fue secretario general del Ayuntamiento y profesor titular de Derecho Administrativo
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