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28 de marzo de 2024

TribunaTomás Salas

Nacionalismo

Los nacionalistas albergan en sí una contradicción de la que, quizá, no sean conscientes: querer renunciar a la pertenencia de un Estado pero sin perder sus prerrogativas, sin asumir todas las pérdidas que supondría este paso atrás

Actualizada 01:24

El nacionalismo suele caracterizarse por su endeblez teórica, por la pobreza de sus argumentos y por el escaso pudor con el que manipula los datos históricos. Sin embargo, hay algunas excepciones. Uno de los libros más esclarecedores que pueden leerse sobre este complejo tema es el titulado, precisamente, Nacionalismos. El laberinto de las identidades (Madrid, Espasa-Calpe, 1994) del que fuera senador y eurodiputado socialista, además de catedrático y conocido escritor, Xavier Rubert de Ventós.
La tesis central del libro no deja de ser atractiva: el nacimiento del Estado nación, la gran creación política del mundo moderno, es una estructura que se implanta sobre una realidad diversa y espontánea; y la aplasta, la anula.
Frente a la realidad histórica, cultural, étnica, lingüística; frente a un conjunto de fenómenos, digamos, «naturales» (en un sentido social), el nuevo Estado anula las diferencias e iguala, en los límites de un territorio, a todos sus habitantes (ciudadanos) en un esquema que es arbitrario, convencional. Este proceso, en palabras de Rubert de Ventós, supone un invento basado en la desarticulación de cualquier rasgo biológico, étnico, histórico o idiosincrásico sobre el que dicho Estado hincaba su ley.
El nacionalismo (los llamados nacionalismos de las naciones sin estados) es el producto de esa realidad reprimida que se resiste a morir; es el escape de gas de la bolsa subterránea que está ahí, latente, y cuya presión le impulsa a salir a la superficie, a pesar de la gran losa que intenta sepultarla.
Es curioso que esta tesis coincida en lo sustancial con la del tradicionalismo (en España, el carlismo, entre otros corrientes). El mundo de Estado moderno (para el tradicionalismo, sobre todo laico) hace tabla rasa de las estructuras intermedias, de los gremios, las regiones, la sociedad orgánicamente organizada. La libertad (abstracta, general, la libertad del liberalismo) mata a las libertades (concretas, tradicionales, limitadas social o geográficamente).
El nacionalismo de izquierdas (es el caso de Rubert de Ventós) y el tradicionalismo conservador coinciden en lo mismo: el Estado moderno se establece sobre el mundo antiguo rompiendo delicados equilibrios, profanando la inocencia de una Arcadia primigenia.
Esta tesis plantea algunos interrogantes. El Estado conlleva una serie de derechos y garantías (seguridad jurídica, igualdad ante la ley, derechos sociales...). Los que quieren volver a antiguas comunidades políticas preestatales, ¿estarían dispuestos a renunciar a todo esto? ¿Quieren volver al mundo medieval de los gremios, las corporaciones y el vasallaje?
Me parece que no, que los nacionalistas albergan en sí una contradicción de la que, quizá, no sean conscientes: querer renunciar a la pertenencia de un Estado pero sin perder sus prerrogativas, sin asumir todas las pérdidas que supondría este paso atrás.
El paso de una comunidad basada en la condición general de ciudadanía a otra basada en la identidad puede responder al anhelo bienintencionado de mucha gente, puede ser la reacción natural de una realidad histórica reprimida; pero es, en todo caso, un paso a un estadio anterior de eso que, desde la Ilustración, llamamos progreso. Un salto atrás de la polis a la tribu.
No deja de ser curioso que un hombre como Rubert de Ventós, definido como demócrata, de izquierdas, progresista, usara su habilidad dialéctica y su cultura, que no eran nada desdeñables, para elaborar unas tesis que contradicen esta ideología. En el fondo, esta contradicción del pensador catalán es la de cualquier nacionalismo.
  • Tomás Salas es escritor
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