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20 de abril de 2024

todavía la vidaNieves B. Jiménez

En el mediterráneo, la mirada se abre al mar

Me gusta imaginar, cuando camino por las sendas de la huerta, que mi mirada acoge esta vida en la que todo es posible

Actualizada 04:30

En Cartagena se encuentra el edificio Arqua (Museo Nacional de Arqueología Subacuática), obra de Guillermo Vázquez-Consuegra, premio Nacional de Arquitectura 2005. Del Arqua a su creador le gusta que el edificio penetre en el interior del subsuelo, «que descienda como en busca de toda esa riqueza que nos devolvió el mar» y propone, «una especie de viaje iniciático, de liturgia de descendimiento a nuestra historia».
Por estas tierras mediterráneas todo es una mirada abierta hacia el mar, diálogo entre memoria y agua. Sobre esos volúmenes que son esas nubes que parecen no pensar en nada y son el todo para la vida. Me detengo frente a ellas, que me llevan de la mano ante aquellos que estuvieron antes observando como yo el horizonte. Hace mil años. Tres mil. Llámenme rara pero me gusta imaginar, cuando camino por las sendas de la huerta, que mi mirada –que acoge esta vida en la que todo es posible porque sus vueltas y revueltas son infinitas–, es la misma que cualquier antepasado pudo tener hace siglos. Y me emociona intuir que comparto una alegría similar ante el vuelo inesperado de un gorrión o un primer vistazo esperanzado ante las primeras gotas de la tormenta anunciada con aquel que me precedió, con el mismo mimo y amor que yo le pongo ahora a este presente.
Y sé que estoy volviendo como una más a casa cuando aún no he llegado del todo. Y Carlos, bisnieto de uno de los primeros habitantes de la zona, me baja de la alacena lo que usaban para medir el riego de la huerta. Una medida única, un cilindro de cinc llamado 'jarro', que medía el tiempo de riego, «dividido en 12 horteras y una espita en la base por donde salía el agua. Su tiempo de vaciado era de 30 minutos. Una vez vaciado, se cambiaba a otra parcela o seguía si el dueño tenía más de un jarro en propiedad». Tuvimos unas «ordenanzas» con sentido que establecían la pertenencia del agua y su utilización de forma racional. Pero ya es historia.
Y me reconozco en mis antepasados porque memoricé todo cuando había a mí alrededor. Reconozco aquel río en su más sano y formidable aspecto que colaboraba en dar forma a un paisaje bellísimo. Sentada en los ribazos de las tahúllas veo salir el agua que antes brotaba a borbotones. Toco aquellos árboles que daban sombra al visitante y de allí fluía el agua por la acequia que los romanos encauzaron, como cuenta Ricardo Montes en el magnífico El agua a lo largo de la historia. Y Carlos recuerda ver de niño el trasiego de vecinos portando cántaros dispuestos a recoger agua y ahora caídos en el olvido. Cántaros que muchos ya son amasijos rotos al agarrar un puñado de tierra con mi mano entremezclados con plumas y briznas que el viento trae, como fantasmas son ya esas aljibes, acequias… «deambular por sus huellas es un acto de conciencia para los pueblos sedientos en estos años de improperio enmarcado en una geografía encallada».
Y Dios separó la tierra de las aguas. A la parte seca la llamó tierra y a las aguas, mares. Dios creó al hombre de mezcla de tierra y agua –barro– y le insufló la vida. El agua fue la primera piedra de la cadena. La Biblia está colmada de agua. La realidad nos sobrepasa y a cada momento podemos sentir el misterio. Y toda esta coincidencia de épocas se convierte en mí en un estado de ánimo. «Saber es ver», dice Eloy Sánchez Rosillo. No hay derroche en la belleza del agua, sino abundancia fértil y misericordiosa.
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