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20 de abril de 2024

El Papa emérito contrapone al activista, el que construye con sus propias fuerzas, con la figura del verdadero reformador: el santo

El Papa emérito contrapone al activista, el que construye con sus propias fuerzas, con la figura del verdadero reformador: el santoGTRES

Qué piensa Benedicto XVI de las reformas de la Iglesia y el activismo cultural

El 1 de septiembre de 1990, con ocasión de la celebración del «Meeting para la Amistad entre los Pueblos», el cardenal Ratzinger dio buena muestra de lo que había que reformar realmente en la Iglesia.

El por entonces prefecto para la Doctrina de la Fe, Joseph Ratzinger, conocido como 'rottweiler de Dios', porque por aquellos días como en estos, también había etiquetas para dar y tomar, dejó con un regusto amargo a aquellos que le creían de su cuerda y también a los alejados de las formas más tradicionales de comprender la continua reforma de la Iglesia para ser atractiva a los hombres de todos los tiempos.

Descontentos con la Iglesia

Ratzinger comenzó afrontando sin miedo la evidencia del descontento y la animadversión creciente que despertaba la Iglesia en cada vez más ámbitos: «Algunos sufren porque la Iglesia se ha adecuado excesivamente a los parámetros del mundo actual; otros no ocultan su enfado porque todavía se mantiene extraña a este mundo», afirmó Ratzinger. «Para la mayoría de la gente el descontento con la Iglesia se manifiesta a partir de la constatación de que es una institución como tantas otras, y que como tal limita mi libertad», ya que la «sed de libertad es la forma mediante la cual hoy día se expresan el deseo de liberación y la percepción de no ser libre, de estar alienados», a juicio del antiguo Prefecto. Pero, al mismo tiempo, reconoce que en el caso de la Iglesia, la ira, o la desilusión, «reviste un carácter completamente particular, porque se espera silenciosamente de ella mucho más que de las otras instituciones mundanas». Por tanto, se espera «una Iglesia llena de humanidad, llena de sentido fraterno, de creatividad generosa, un lugar de reconciliación de todos y para todos». De ahí, que el futuro Papa se pregunte: «¿cómo se puede lograr una reforma semejante?».

El activista es el disgustado que «quiere construir todo por sí mismo

La reforma inútil

Si la Iglesia no es una democracia, prosigue Ratzinger preguntándose, «¿quién tiene aquí propiamente el derecho de tomar las decisiones? ¿Con qué fundamentos se hace esto?», porque «todo lo que proviene de un gusto humano, puede no agradar a otros, y todo lo que una mayoría decide, puede ser abrogado por otra mayoría. Una Iglesia cuyos fundamentos se apoyan en las decisiones de una mayoría, se transforma en una Iglesia puramente humana» y se corre el riesgo de que «la opinión sustituya a la fe».

​La esencia de la reforma

Ratzinger, llegado a este punto opone la figura del activista a la del admirador, el que admira la obra divina. El activista es el disgustado que «quiere construir todo por sí mismo»; el activista que «restringe el área de su propia razón, y por eso pierde de vista el Misterio»; el activista «que siempre quiere hacer, pone la propia actividad por encima de todo» y «restringe su horizonte a la esfera de lo factible, de lo que puede convertirse en el objeto de su hacer».

La Iglesia es más que el Papa, los obispos y los sacerdotes

El «admirador», en cambio es el que admira, el que reconoce «algo que no procede de nuestro querer y de nuestro inventar», porque viene a nosotros algo que «es más grande que nuestro corazón». Por eso, frente al activismo de quien quiere reformar según su apetencia, Ratzinger defiende para esa reforma el deshacernos de «nuestras propias construcciones de apoyo a favor de una luz purísima que viene desde lo alto».

Los santos son nuestros maestros de humanidad, que no nos abandonan ni siquiera en el dolor y en la soledad

El asombro del admirador, según Ratzinger, le «prepara para el acto de fe, le abre al horizonte del Eterno» siendo esta liberación, precisamente, la que la Iglesia puede darnos «para salir de los límites de nuestro saber y de nuestro poder». Por eso, da un paso más y habla de la verdadera reforma: la personal.

La reforma personal

En el plano personal no siempre la «forma preciosa», la imagen de Dios, salta a la vista. La primera cosa que vemos, dice Ratzinger, «es la imagen de Adán, la imagen del hombre no destruido completamente, pero de todos modos decaído. Vemos el polvo y la suciedad que se han posado sobre la imagen.
Todos nosotros necesitamos el perdón, que es el núcleo de toda verdadera reforma» para nosotros, hombres que creemos no tenerla aunque, según Ratzinger el pecado existe. Por eso, termina recordando que la Iglesia «no es sólo el pequeño grupo de los activistas que se encuentran juntos en un cierto lugar para comenzar una vida comunitaria, ni es siquiera la multitud que los domingos se reúne para celebrar la Eucaristía. La Iglesia es más que el Papa, los obispos y los sacerdotes».
La Iglesia, en su dimensión real, es la Iglesia de los santos, que «traducen lo divino en lo humano, lo eterno en el tiempo». Ellos, que «son nuestros maestros de humanidad, que no nos abandonan ni siquiera en el dolor y en la soledad» y por los que la Iglesia «crece como comunión en el camino hacia y dentro de la vida verdadera y se renueva día tras día y se transforma en una casa más grande, con muchísimos aposentos», concluye Ratzinger proponiendo una apertura al misterio de la Iglesia, más allá de la voluntad y de las buenas intenciones.
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