Plaça del BornWikipedia

Leyendas

El milagro del reo a muerte

Muchas figuras religiosas de diferentes iglesias tienen su propia leyenda

En el ábside de la iglesia-basílica de Santa María del Mar, en Barcelona, hay una puerta que da a la plaza del Borne. La citada puerta llama la atención por una imagen de la Inmaculada Concepción. Su rostro está algo ladeado a la izquierda. Sus ojos expresan la más tierna compasión. Su sonrisa es dulce, pero triste. Es la Madre de la Misericordia que se compadece de los infelices mortales. Sobre la actitud y la expresión de esta imagen existe una tradición.

Una noche, a mediados del siglo XVII, en el barrio de la Ribera de Garbí, muy cerca del convento de San Agustín, en una casa con bajo y un solo piso, estaba un joven tejiendo seda.

Junto a él una mujer, su madre, de unos cincuenta años, hilaba al torno la finísima hebra de seda. Era a finales de noviembre y alrededor de las siete de la tarde. Reinaba el silencio más completo y solo se oía el ruido del torno y el del telar. Parecía que madre e hijo se apresuraban para concluir su tarea antes del toque de queda de las ocho en punto. A partir de ese momento las luces y los fuegos debían apagarse y retirarse todo el mundo hasta el amanecer.

La madre paraba, de cuando en cuando, su tarea para mirar a su hijo, el cual la interrumpía a su vez para cortar, con unas finísimas tijeras toledanas, los hilos que se rompían, y cuyos cabos, después de atados, salían entre el tejido. De pronto, el joven dijo:

—¿No habéis oído, madre?

La madre paró el torno y prestó atención. Se oyó un grito lejano.

—¡Socorro, me matan!

—¡Dios nos valga! —exclamó la madre—. Es nuestro vecino, el usurero Lucas.

El joven se levantó del telar y se dirigió hacia la puerta.

—¿A dónde vas, Severo?

—A socorrer a nuestro vecino.

—No te metas en esto. Tal vez sea una cuestión con alguno de sus acreedores, a quien habrá sacado el alma con sus usuras, y no vale la pena que se comprometa un hombre de bien como tú.

—Perdona, madre, es nuestro vecino y la caridad me manda acudir en su socorro.

Entonces se oyó un grito. Un chillido de angustia, al cual respondió el silbido de la lechuza desde el campanario de Santa Clara. El joven se deshizo de su madre y salió disparado. Las calles estaban oscuras, pues en esa época no había más alumbrado que alguna que otra lámpara colgada delante de alguna imagen en la puerta de una iglesia, o en la fachada de alguna casa. La madre se puso en la puerta y vio a su hijo entrar en la casa de al lado. Poco después el joven volvió, pálido y temblando. Cerró la puerta y se sentó junto al torno de su madre, sin poder respirar. Estaba desencajado.

—¿Qué sucede? —preguntó la madre alarmada—. ¿Qué tienes, hijo mío?

—¡Nuestro vecino ha sido asesinado! —exclamó Severo—. He llegado a tiempo para verlo expirar.

En aquel instante la gran campana de la catedral tocó la queda, a la cual respondieron todas las parroquias y conventos de Barcelona. Madre e hijo estaban callados. Al rato sonaron pasos en la calle.

—¡La ronda! —dijo la madre.

Los pasos se detuvieron en la casa del vecino.

—Madre —dijo Severo—, la puerta ha quedado abierta en casa de Lucas y la ronda lo verá todo. ¡Dios quiera que se descubra al asesino!

De repente, tres aldabazos dados a la puerta hicieron estremecer a la madre y al hijo.

—¿Quién va? —dijo la mujer.

—Abrid a la justicia, Leonor —dijo una voz.

—La justicia puede entrar a todas horas en mi casa —contestó Leonor abriendo la puerta de par en par.

—Habéis caído en la multa, Leonor. Ha dado la queda y tenéis luz encendida —dijo el que mandaba la ronda.

—Aún no ha dado el último toque —contestó Leonor.

—Pase por hoy. ¿No habéis oído algo en la casa vecina?

—No —respondieron madre e hijo.

En ese momento el jefe de la ronda sacó unas tijeras y mostrándoselas a Severo le dijo:

—¿Conoces estas tijeras?

—Soy inocente —respondió Severo—. Lo juro por Dios.

—Nadie te pregunta nada —contestó el jefe—. Estas tijeras se han encontrado junto al cadáver de un hombre asesinado y pertenecen a una persona de tu oficio, a un tejedor de seda. Vente con nosotros y ante los jueces darás tu cuenta.

En vano Leonor pedía gracia. En vano se arrodilló a los pies del jefe de la ronda.

—Habéis mentido —dijo el jefe de la ronda—. Habéis dicho que no habíais oído nada, y las tijeras que se han encontrado junto al cadáver de Lucas son de vuestro hijo.

Se llevaron al joven, mientras que la madre exclamaba:

—¡Virgen María, tened piedad de mí! ¡Salvad a mi hijo!

En aquel momento todas las campanas de Barcelona repitieron el último toque de queda.

Severo fue juzgado y sentenciado. Su negativa primero y sus tijeras halladas junto al cadáver le condenaron. En vano su madre juró que era inocente. En vano puso él por testigo a Dios. Severo fue condenado a morir en la horca. Cuando su madre se presentó al tribunal para defenderle, jurando que solo había ido a casa de Lucas para socorrerle, y que allí le habían caído las tijeras de su bolsa, los jueces la recibieron con fría sonrisa. Encontraron muy natural que una madre defendiera a su hijo, aunque fuese faltando a la verdad y jurando en falso.

Llegó el día de la ejecución. Al extremo de la plaza del Borne se levantaba el patíbulo. La campana de Santa María del Pino congregaba a los fieles para rezar por el que iba a morir, repitiendo a intervalos el toque de agonía. Al oír este toque, Leonor cayó sin sentido en las gradas del altar mayor de la entonces desierta iglesia de Santa María del Mar. Se vio salir, por la calle Moncada, una triste procesión. Entre los penitentes y hombres de armas, rodeado de sacerdotes, con una cuerda al cuello, las manos atadas, y seguido del verdugo, apareció Severo, pálido y medio muerto por el tormento que padecía. Al llegar a la plaza del Borne pidió que le permitieran orar por última vez a la Madre de Dios ante la imagen de la puerta de Santa María. Severo se hincó de rodillas y, juntando sus manos atadas, dijo:

—¡Oh, Madre mía, vos sabéis que muero inocente y que no he derramado la sangre de mi prójimo. Ya que no puedo librarme de mi triste suerte, velad por mi pobre madre. Sed su protectora, pues voy a morir.

Entonces la imagen de la Virgen, que tenía la cabeza levantada y miraba al cielo, se volvió hacia el reo y le miró con compasión. Un grito general de asombro resonó en la plaza del Borne y todo el pueblo gritó:

—¡Es inocente! ¡La Madre de Dios acaba de probarlo!

En ese momento hubo un gran tumulto y el pueblo arrancó al reo de las manos de los que le conducían al suplicio. Una mujer, vestida con el hábito franciscano, apareció en lo alto de la escalera del templo, corrió a abrazarse con el joven y lo metió en la iglesia gritando:

—¡Hijo mío! ¡Hijo mío!

Las puertas de la iglesia se cerraron tras ellos y el pueblo aplaudió con delirio, gritando:

—¡Está en lugar sagrado! ¡Está en lugar sagrado!

Y así era, en efecto. La parroquia de Santa María del Mar, entre otros innumerables privilegios, gozaba del derecho de asilo. De modo que un reo, con solo tocar las paredes de la iglesia, era libre. Pero no podía salir del recinto del templo. Grandes debates hubo entre el brazo eclesiástico y el seglar sobre si debía o no indultarse al reo. Pero el prodigio obrado por la imagen de María, que mantuvo la postura con la cara mirando hacia el reo, prueba evidente de tan extraordinario suceso, acalló todas las dudas y fue pronunciado el perdón para Severo.