Un grillo en la mano

Un grillo en la manoM. Estévez

El Portalón de San Lorenzo

Entre grillos

Su canto rítmico en el silencio de la noche también te llevaba a recoger tus pensamientos y meditar, y recuerdo antes de conciliar el sueño

Cada 14 de mayo se celebra en Argentina el «día del futbolista» recordando uno de 1953 en el que su selección derrotó a la todopoderosa selección inglesa por 3-1 en el Estadio Monumental. En realidad lo que se festeja es el famoso gol de Ernesto Grillo en aquel partido, que a decir de los que entienden «fue un gol imposible». Supuso el empate y el resurgir de la selección argentina en ese encuentro que al final terminaría ganando.

Ese gol y esa victoria significaron la gloria para el fútbol argentino y despertaron el júbilo por todo el país. Tanto que el presidente, Juan Domingo Perón, regaló un automóvil a cada jugador por aquella gesta deportiva. Además, con el paso del tiempo sería todo un honor poder contar «Sí, yo vi el gol de Grillo» igual que más tarde contarían algunos con orgullo que vieron el gol de Maradona en 1986, de nuevo ante los pérfidos ingleses.

No sólo fue la selección inglesa la que padeció aquella bonanza de Ernesto Grillo y sus acompañantes ya que ese mismo año, el 8 de diciembre, vino con su equipo el Independiente de Avellaneda a nuestro país y le metió 0-6 al mismísimo Real Madrid de Di Stéfano en su estadio. Aquello fue una auténtica bomba en contra del futuro campeón de Europa.

la Copa de Europa

En los "Nodos” de esos años pudimos ver más veces jugar a Ernesto Grillo, en aquel Milán de Altafini que le disputó la final de la Copa de Europa al Real Madrid en 1959. Grillo deleitó con un gol que adelantó al Milán 1-2, aunque terminarían perdiendo 3-2 frente a aquella máquina engrasada que ya era el Real Madrid de Santiago Bernabéu y Alfredo Di Stéfano.

Pero al final la vida le ofreció a Ernesto Grillo el desengaño llamado del «carbonero» en el que todo el mundo te olvida y la economía y la salud te abandonan. Murió en 1998 con 69 años en la mayor soledad y pobreza. Una tremenda injusticia con aquel hombre que hizo feliz a tantos.

Los carboneros

Hablemos ahora de los «carboneros» y de nuestra ciudad. En los años cuarenta del siglo XX Enrique Muñoz Castro y su esposa Clotilde León García abandonaron la finca El Buen Agua en Villaviciosa, donde vivían dedicados a las labores del carboneo en la sierra. Se vinieron a Córdoba a una casa de la calle Roelas número 6, si bien por esta calle sólo accedían, ya que en realidad vivían en la parte posterior del inmueble, que daba a la calle Cristo. La casa era en realidad una enorme corrala, aunque contaba con una vivienda de dos plantas donde vivía toda la familia, el matrimonio y sus doce hijos, ocho varones y cuatro hembras.

Lo mismo que habían realizado en Villaviciosa, la durísima labor de fabricar carbón con lo que obtenían por esos cerros perdidos de la sierra, fue su manera de ganarse el sustento. El carbón lo traían y vendían a las distintas carbonerías que abundaban entonces por la ciudad, además de surtir a tres establecimientos suyos, uno en la calle Caño Quebrado junto a la Ribera, otra en la calle Cara, en las inmediaciones del anterior, y el tercero en la zona de San Pedro.

Hace unos días coincidí con la hermana mayor de este matrimonio, Clotilde Muñoz León, que tiene 98 años. Estuvimos hablando de aquella época en la que el carbón era vital para la economía de las casas y se formaban largas colas para adquirir el preciado combustible. Aunque parecía con ello que era un negocio próspero a pesar de su dureza, me confesó que los carboneros casi nunca supieron sacar provecho de aquellas circunstancias, por lo que muy pocos, por no decir ninguno, prosperaron. Estos esforzados trabajadores no supieron organizarse para hacer rentable su trabajo.

Un trabajo penoso

Me contó lo mucho que trabajaron sus hermanos y su padre. Jornadas interminables desde el clarear de la mañana hasta el anochecer para obtener siempre lo mismo: comida, techo y poco más. Con el fin de poder completar las exiguas ganancias del carboneo algunos de sus hermanos, ya con cierta edad, tuvieron que instalarse en algunos puestos de arropías, como fue el caso de Eulalio, el último hermano varón que quedaba con vida, que en una esquina del barrio de Santa Rosa intentaba compensar sus escasa jubilación vendiendo tabaco y chucherías.

Aparte de esta familia Muñoz León, en la misma calle Roelas vivía otra saga de carboneros-piconeros cuyos padres eran Rafael Gordillo Naranjo y Rafaela Vega Gómez. Habían nacido en la empinada calle Palomares, afluente de Moriscos, y de allí se trasladaron primero a la calle la Banda (Ruano Girón) y posteriormente a la calle Roelas donde montaron una amplia carbonería. Piconeros o carboneros fueron en un principio todos los hermanos, hasta que Rafael, el mayor, se colocó en el Depósito de Renfe como trabajador de fragua. Luego otro hijo de nombre Antonio entró a trabajar de municipal de aquellos que solían ir a caballo en las solemnidades y procesiones de la ciudad. Los demás varones, Pepe, Manolo y Paco, siguieron en el negocio de la carbonería con la misma suerte. Quizás Manolo, que trabajaba día y noche, pudo juntar algo más, pero para los otros dos hermanos fue «lo comido por lo servido».

Sus cinco hermanas, Manolita, Pepita, Antonia, Rosario y Dolores abandonaron la casa y negocio familiar cuando se casaron. La más pequeña, Dolores, se casó con un vecino, el platero Rafael Luque, que era uno de esos finos y elegantes artistas que cortaban sus piezas sobre almohadilla de plomo en el escalón de la puerta de la calle. Tampoco pudieron «tirar cohetes», porque en la platería no ganaban dinero los «artistas», sino los pillos y «espabilaos» que supieron a tiempo explotar el trabajo de los demás. Rafael Luque era una persona muy querida entre sus amigos. Para ver si podían aprovechar esa circunstancia lo quisieron presentar como candidato de la ultraizquierdista Organización Revolucionaria de Trabajadores. Pero este hombre honrado, platero e hijo de un sastre, no sabía engañar a la gente, por lo que la política pronto acabó para él. De su matrimonio con Dolores Gordillo nacerían Rafael Luque Gordillo, apodado «Iríbar», que llegaría a jugar de portero en el Córdoba CF, y Pablo Luque Gordillo, que como «Pablo» llegó a jugar de defensa igualmente en el Córdoba. Ambos nacieron ya en el barrio de la Magdalena, en la calle Isabel II. Recuerdo que al lado de su casa había un simpático loro en un balcón de la segunda planta que profería insultos a todos el que pasaba por la calle.

Los grillos y el carbón

Con el paso inexorable del tiempo, ya quedan pocas de estas familias de carboneros, si es que queda alguna. Desconozco de dónde viene el carbón que ahora sirve para parcelas y similares, puesto que tocar algo en la sierra está muy controlado. Es delito hasta coger «monte» para el Nacimiento. Y precisamente por esto, y por ese día de Grillo del 53, me acuerdo ahora de los grillos que solían venir del campo escondidos en aquellas ceras de carbón de los carboneros y piconeros entre las ramas de lentisco, madroñera u otros ramajes. Desde ahí salían y se reproducían por nuestras calles, y su canto era una nota inconfundible de nuestros veranos junto a la chicharra.

El caso es que, aparte de algún individuo solitario en un jardín, hoy apenas se oyen sus serenatas en esas tórridas noches, a las que armónicamente te acoplabas y al final terminabas por dormirte plácidamente. Su canto rítmico en el silencio de la noche también te llevaba a recoger tus pensamientos y meditar, y recuerdo antes de conciliar el sueño pensar en muchas cosas en las que no había caído durante el frenético día.

El adoquinado

Cuando en 1954, un año después de la apoteosis de Grillo, adoquinaron la calles los Frailes, San Juan de Letrán, Montero y Ruano Girón tuvieron que levantar sus venerables piedras y losas. Nunca en mi vida he visto mayor cantidad de grillos que los que salieron de allí corriendo por todas partes. Aquella obra se realizó de forma concienzuda, configurando la imagen adoquinada de estas calles que ha perdurado hasta hace pocos años. Para poner los adoquines empleaban el procedimiento de la «piscina» que, durante cuatro días más o menos, cubría la zona con agua estancada para que fraguasen de forma correcta los adoquines. Hay que recordar que hasta que cambiaron de sentido las calles en torno a la iglesia de San Lorenzo (hará unos veinticinco años) pasarían por estas estrechas calles, entre otros vehículos, aquellos amplios y voluminosos autobuses de Aucorsa. Y ahí seguían los adoquines.

Compárese esto con la mayoría de las obras actuales. Calles donde a los pocos días de terminadas se levanta todo lo que se coloca: Alfaros, Jesús María, Realejo, San Pablo, Alfonso XIII, la reciente obra de Santa María de Gracia… Al parecer da igual reponer una y otra vez con parches... «como lo paga el Ayuntamiento». No sólo son culpables de estos desaguisados los políticos o los encargados que realizan las obras donde además (esta es otra historia) se emplean materiales más propios para una ciudad escandinava donde debe retenerse como sea el calor del sol, que no es nuestro caso en Córdoba. Ahí están también los funcionarios de «alto copete»: ingenieros, arquitectos, responsables de obras... Que se quedan tan campantes después de diseñar, aprobar y recepcionar con su visto bueno semejantes chapuzas. A lo mejor por eso ya apenas quedan grillos en nuestras calles: saben que donde se escondan va a levantarse al poco tiempo.

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