Adolfo Suárez

Adolfo SuárezGTRES

El portalón de San Lorenzo

Han cambiado muchas cosas

Es impensable hoy un acto donde todo un presidente del Gobierno, con muy pocos guardaespaldas, se rodeaba de personas de a pie que no conocía

No estoy seguro del todo, pero diría que pocas veces visitó Córdoba Adolfo Suárez, y aún menos como presidente. Sin embargo, recuerdo perfectamente como si fuera ayer su visita del 26 de marzo del 1979, cuando llegó a nuestra ciudad durante la campaña electoral de las primeras elecciones municipales tras la aprobación de la Constitución.

Pocos días antes, el martes 19 de marzo, Antonio Herrera Aranda, compañero mío en Westinghouse, se había afiliado a la recién creada Unión del Centro Democrático (UCD), que tenía su sede en el edificio de Galerías Preciados. Dio ese paso por su relación con la Asociación de Vecinos de Fray Albino, liderada por Rodríguez Zamora, padre del catedrático y político Rodríguez Alcaide.

Como tenía cierta amistad con Antonio Herrera, éste me preguntó qué lugar podría visitar Adolfo Suárez en Córdoba, ya que tenía pensado venir en pocos días durante la campaña electoral y acudir a algún barrio popular. Era todo completamente improvisado, a diferencia de hoy día donde los partidos políticos son máquinas perfectamente organizadas que tienen estudiado al detalle hasta la música y las banderas que reparten en sus mítines.

Tras pensarlo sólo un rato le contesté, un tanto a la ligera: «la bodega de la Sociedad de Plateros».

En la Sociedad de Plateros

En toda la semana no volvimos a hablar sobre el tema y pensé que había dicho una tontería que no iría a ningún sitio. Pero el jueves 24 de marzo, a la intempestiva hora de las diez de la noche, recibí en mi casa una llamada telefónica de Antonio Herrera, en la que me decía que sí, que Adolfo Suárez quería visitar la bodega de la Sociedad de Plateros el próximo sábado día 26. Yo, por toda contestación, le dije, algo apurado: «Antonio, allí solamente soy un cliente de la taberna, por lo que tendréis que hablar con los que mandan». «No te preocupes -me contestó-, que ya está todo hablado».

Ese sábado fueron muchos los curiosos que se acercaron a la calle María Auxiliadora para presenciar la llegada de Adolfo Suárez, que venía acompañado de su joven esposa María Amparo Illana. Con su pequeño séquito paseó a pie desde San Lorenzo hasta la Sociedad de Plateros, donde fueron agasajados en la entrada con una copa de vino. Tuve la suerte de poder estar allí. Tras la recepción, subieron las escaleras que conducían a la bodega. El presidente estuvo en todo momento muy cordial, repartiendo sonrisas y estrechando manos. Se hizo tan cercano que algunos de los asistentes se atrevieron incluso a confesarle que no eran votantes suyos. Pero él repetía, sin dejar de sonreír que «en eso consiste la democracia, que cada uno vote a quien quiera». Firmó en una bota de vino la cual, creo, sigue en ese sitio como recuerdo de aquel lejano día junto a una serie de fotos que inmortalizaron el momento.

La visita, al fin, fue todo un éxito. Diego Romero saldría elegido por la UCD presidente de la Diputación Provincial. Y en las municipales se quedaron a apenas unos votos y un concejal de un PCE liderado por un maestro, prácticamente desconocido entonces, llamado Julio Anguita. Antonio Herrera fue el tercero de los siete concejales que sacaron.

Del escenario de aquella visita la mayoría de los participantes, desgraciadamente, ya no están entre nosotros. Tampoco existe la bodega, porque la Sociedad de Plateros dejó el negocio del vino y se convirtió en un espacio que se alquila para celebraciones, con algunos barriles que recuerdan aún su antiguo origen. Pero, sobre todo, ha cambiado el ambiente que se respiraba en esos años.

Suárez, sin miedo a la gente

Es impensable hoy día un acto como aquel, donde todo un presidente del Gobierno, con muy pocos guardaespaldas, se rodeaba en un lugar «neutral» de personas de a pie que no conocía y que ni siquiera tenían por qué ser todos de los «suyos». Como contraste, los asistentes actuales a este tipo de eventos políticos son fanáticos adictos, y se dan empujones por salir agitando la banderita y aplaudiendo con el mayor frenesí a su amado líder por si los ven y puede caerles en suerte algún «carguillo» en recompensa.

Con aquella Constitución de 1978, elaborada por todas las fuerzas políticas tratando de acabar con las diferencias «cainitas» entre españoles, se alcanzó un gran logro. Con sus defectos, como toda obra humana, pero ahí está. Ahora poco menos que no sirve y quieren enviarla al «cementerio de los elefantes», algo que no es de extrañar en los separatistas de todo pelaje, que lo que pretenden es echarla a la hoguera para implantar el orden que a ellos les interesa.

Lo triste es que, para sus manejos, hayan tenido la suerte de encontrarse con un tal Pedro Sánchez «Periquín», que tras perder en unas elecciones ha buscado sin escrúpulos los votos que necesitaba para poder ser elegido presidente en todos los cubos de la basura. Algunos históricos del socialismo español que vivieron aquellos años con Suárez (un tal Felipe González, o un tal Alfonso Guerra) le han dicho que ese no es el camino, pero él, que lo que quiere es gobernar como sea, se ha echado en las manos de formaciones políticas que en su mayoría odian la misma idea de España.

Y aún más triste es que el partido socialista que representa este Pedro Sánchez se haya convertido en una especie de vagón de tren en el que se pueden montar todos aquellos que odian de forma congénita «a la derecha», que pretenden arreglar el mundo para vengarse a su manera, o simplemente se callan porque dependen de la «soldada» del partido para poder vivir.

Las cargas de Pedro Sánchez

Sería impensable ver a un Pedro Sánchez paseando tranquilamente por la calle para entrar en la Sociedad de Plateros y tratar de conseguir algún voto del pueblo de Córdoba. Tampoco es que lo pretenda, porque ahora se lleva más obtener el voto yendo de tapadillo a sitios lejanos como Suiza para entrevistarse con un huido y convicto de la justicia española como es Carlos Puigdemont. Y, además, no le hace falta consultar al pueblo español. Le es suficiente con pedir permiso sólo a sus militantes. Pero, por si las moscas, tampoco se les ha dicho nada concreto de lo que se pactará en esas suntuosas reuniones en el extranjero.

Muchas veces oímos decir a Julio Anguita aquello de «programa, programa…«, repitiendo machaconamente que a los votantes había que advertirles por escrito de lo que se pretendía hacer con sus votos. De tanto como lo repetía, la mayoría de la gente se lo tomaba a broma como el “latiguillo» de un «pesado». Y también comentaba Anguita que, como casi nunca es factible llevar a cabo completamente el programa propio (algo que pasó, por ejemplo, en su primer período de alcalde, donde formó un gobierno de «concentración», incluso con la UCD), si había que discutir y llegar a acuerdos y concesiones debía hacerse con »luz y taquígrafos" para que todo el mundo pudiera intervenir y debatir, razón de ser de la democracia.

Se podrá estar radicalmente en desacuerdo con su ideología, pero lo que decía era la pura verdad, lo mismo que cuando el antiguo andalucista Alejandro Rojas Marcos comentaba aquello de que, bajo las frases grandilocuentes, al final las peticiones políticas de nacionalistas vascos y catalanes se reducían sólo al dinero que iban a obtener de más quitándoselo al resto de españoles...

En este proceso de intento de derribo de la Constitución en el que estamos inmersos, el periódico El País ya tiene el descaro de publicar (quizás le habrá facilitado los datos el amigo Tezanos) que la mayoría de los españoles están por el cambio en la Constitución. Y hasta un «padre» del texto constitucional, como es el caso del nacionalista Miguel Roca (aquel hombre que intentó sacar a flote a nivel nacional junto a Florentino Pérez el fracasado Partido Reformista Democrático) tiene la insoportable vaguedad de decir, cínicamente, que frente al debate de legalidad y legitimidad “en el fondo, en la forma y los contenidos, lo que hay es un problema que sólo la política podrá resolver".

La RAE nos dice sobre «farsante»: «Que miente o engaña, especialmente que finge lo que no siente o se hace pasar por lo que no es para obtener algún provecho de ello». Y sobre la palabra «granuja» dice lo siguiente: «Que es astuto y taimado, especialmente si utiliza artimañas para engañar». Con estas definiciones precisas, es evidente que en España hay mucho farsante y mucho granuja suelto. No sólo es Pedro Sánchez. Y hoy, casi 45 años después de aquella visita de Suárez a la Sociedad de Plateros, me entra una nostalgia tremenda de aquella forma de hacer política, y con el respeto que aquellos candidatos respetaban a sus votantes.

Este Pedro Sánchez (Periquín) ha consultado a las bases de su partido (que serán los que reciben «soldada» de forma oficial), ya que de los 170.000 afiliados que teóricamente tienen sólo el 60% ha dicho que si a lo que le han preguntado. Por supuesto a ninguno le han dicho nada de amnistía y menos aún de las reuniones de Suiza. Con esta «trampa» pretende justificar la voz de más de los 7.600.000 españoles que le dieron su voto.

Comentarios
tracking