Cartel de la película 'Sube y baja' de Cantinflas

Cartel de la película 'Sube y baja' de Cantinflas

El portalón de San Lorenzo

Historias del ascensor

Había personas que acudían a la Residencia de la Seguridad Social, tan alejada de todo, nada más que para probarlos, abriéndolos y cerrándolos, subiendo y bajando

La primera referencia expresa de un elevador mecánico aparece en las obras del arquitecto romano Vitruvio, comentando que el gran ingeniero y matemático Arquímedes (287-212 a.C.) había construido un artefacto de este tipo en el lejano 236 a.C. La tecnología no avanzaría mucho desde entonces, y así en épocas posteriores son mencionadas simples cabinas sostenidas por sogas de cáñamo y accionadas manualmente o por animales. En el antiquísimo Monasterio del Sinaí ya existía este tipo simple de elevador.
En la España islámica, en el «Libro de los Secretos» de finales del siglo X, se menciona un dispositivo de elevación para grandes pesos. Frente a las simples sogas y poleas, en esta época medieval también se prodigaría el mecanismo de grúa, con transmisión metálica a través de cremallera dentada o tornillo.
En la Edad Moderna, los nobles europeos comenzaron a equipar algunos de sus enormes palacios con elevadores y, como colofón de esta tendencia, un lujoso ascensor «Kubilin» sería instalado en el Palacio de Invierno de los zares, en 1793. Poco después, en Londres, en 1823, surgiría algo menos suntuoso pero fundamental: la primera cabina.
A mediados del XIX, poco antes de la Guerra de Secesión, el estadounidense Elisha Otis, trabajador de la industria del mueble, diseñó el primer modelo de ascensor moderno, específico para personas que, según se publicitaba, ahorraba «esfuerzo y trabajo». Los ascensores con «memoria» se inventarían en 1925.
Y así, con los lógicos avances técnicos, hasta hoy. En la actualidad, el edificio más alto del mundo, la torre Burj Khalifa, en Dubai, con 828 metros de altura, tiene unos ascensores que alcanzan la increíble velocidad de 10 metros por segundo.

Los primeros ascensores

Según mi amigo Juan Galán, muy probablemente el primer ascensor que se instaló en Córdoba fue el que puso el Conde de Torres Cabrera en su finca La Isabela, allá por el año 1890. En Andalucía, el primer ascensor había sido el de la Fonda Alameda de Málaga, en 1877, justo cuando era enterrado el polémico general Custer, con todos los honores militares, en el cementerio de West Point, el 10 de octubre de ese año.
En el mes de diciembre de ese mismo año, la empresa Otis había instalado en la calle de Alcalá de Madrid el primer ascensor para un particular, un tal Valentín Morales. Tanto el edificio como el ascensor fueron destruidos después de un bombardeo en la guerra civil. En Barcelona, el arquitecto Cayetano Buigas instaló el primer ascensor para el monumento a Colón, desarrollado entre 1880 y 1888.
En Córdoba capital, el primer ascensor fue el que se instaló en el edificio del Banco Español de Crédito de la calle Claudio Marcelo (hoy Banco Santander), en 1920. Después le seguirían los de los magníficos edificios de la entonces joven y remozada plaza de las Tendillas: La Unión y el Fénix, La Estrella, Gran Bar, Telefónica y el edificio donde hoy está David Rico.
Bastante tiempo después, en 1957, se inauguró en Córdoba la Residencia Sanitaria Teniente Coronel Noreña. En ella se instalaron unos potentes ascensores que a todo el mundo se le antojaban algo fuera de lo común. Así que, aunque parezca mentira, había personas que acudían a la Residencia de la Seguridad Social, tan alejada de todo, nada más que para probarlos, abriéndolos y cerrándolos, subiendo y bajando. Eran, sin duda, los ascensores más grandes y lujosos del momento, acordes con la modernidad del edificio. Confieso que fui uno de los que se acercaron por allí, junto a un grupo de amigos desde San Lorenzo, sólo para probar aquella novedad y sentir la velocidad que adquirían.
La antigua Residencia Sanitaria Teniente Coronel Noreña

La antigua Residencia Sanitaria Teniente Coronel Noreña

Nunca se nos olvidará que la entrada nos la facilitó una agradable telefonista que tenía un lunar muy señalado en la cara. Subimos al ascensor y nos dijeron que un médico joven que coincidió con nosotros era don Eduardo Font de Dios, al que luego conocimos como el «médico de Cañero». Bajando, coincidió con nosotros una imponente enfermera a la que todos llamaban como «La Sofi» quizás por su gran tipo parecido a la Sofía Loren. Esto nos fue confirmado en el Quiosco que existía en medio de las vías cuando cruzabas camino de los pisos de Cañete, y que recibía el nombre de «Savarin», posiblemente emulando la cafetería recién inaugurada frontera a la plaza de toros.

El ascensor de La Bilbaína

Otro de los primeros edificios del entorno de las Tendillas con un ascensor fue el de La Bilbaína, llamado así porque en él estaban las oficinas de esta mutua (Mutua de Seguros Bilbao) que trabajaba para importantes empresas de Córdoba. Estaba situado en la calle Cruz Conde número 2, y la esbeltez del edificio se enseñoreaba con la plaza de las Tendillas. En sus locales bajos se ubicaba la conocida tienda de zapatos Ciudad del Betis.
Aparte de por la compañía de seguros, también se hizo famoso este edificio porque, gracias a su altura y situación, sirvió de escenario a principios de los años cincuenta del siglo XX para una peculiar campaña publicitaria. Desde su azotea se lanzó un paracaidista con propaganda de unas bebidas. Pero el paracaídas estuvo a punto de no abrirse y el susodicho aterrizó de forma poco «suave» junto a la puerta de la Farmacia Marín, en la esquina de la calle Gondomar. Previamente a este accidentado salto (y aterrizaje) se habían lanzado gran cantidad de botellitas de propaganda de la marca, sostenidas con pequeños paracaídas. Eran los tiempos en los que en los ventanales por encima de la citada farmacia se proyectaban en la tarde de los domingos los resultados de fútbol para el seguimiento de las quinielas.
El portero de este edificio de La Bilbaína, aunque siempre uniformado y serio en su papel, era un conocido vecino de mi barrio de San Lorenzo, Rafael, apodado 'El Losetas', pues su familia tenía una pequeña fábrica de losetas en la calle Álvaro Paulo, en una de aquellas casitas que construyera el obispo don Adolfo Muñoz con su empresa benéfica La Solariega.

La peripecia de Bimbela

El ascensor de este edificio fue el escenario de una simpática anécdota. En 1954, en la Hermandad del Calvario de San Lorenzo hacía de tesorero un hombre apellidado González que trabajaba en La Bilbaína. Por las fechas de alrededor de la Semana Santa le encargó al sastre de la calle María Auxiliadora, Ángel Bimbela, que cosiera y repasase unas túnicas, quitando las gotas de cera del recorrido del año anterior.
Nada más terminar, Bimbela entregó las túnicas al mayordomo de la Hermandad, que por entonces era Manolo Diéguez. Pero éste le dijo que si quería cobrar ya la factura de ochenta pesetas por su trabajo tenía que ir a ver a González. Era tanta la necesidad que este humilde sastre tenía en su casa que, de inmediato, se fue para las oficinas de La “Bilbaína.
Para ir hasta las Tendillas procuró arreglarse hasta el bigote, pues no era muy normal para la gente llana del barrio subir más allá del Realejo. Llegó al portal número 2 de la citada calle Cruz Conde, donde el portero Rafael 'El Losetas' se mostró muy atento con él, pues lo conocía de frecuentar ambos la taberna Casa Ogallas, aparte de que estuvieron juntos de niños en los Salesianos.
Así que Rafael le ofreció los servicios del exclusivo ascensor, abriéndole la cancela de fuera y la puerta de la cabina. Para más detalle, incluso le dio a la botonera que lo elevaría al quinto piso, donde trabajaba González. Al pobre de Bimbela, poco acostumbrado a aquello, y extrañado de tanta parafernalia, se le escapó un comentario: «Ojú, qué lujo hay aquí por las casas del centro». El ascensor subió lentamente hasta la quinta planta y se paró. En esos tiempos las puertas no se abrían de forma automática, y Bimbela esperó tranquilamente suponiendo que, visto el lujo de todo aquello, arriba también habría otra persona que le abriese la puerta. Pero pasaba el rato y por allí no aparecía nadie. Cuando transcurrió más de un cuarto de hora, ya asustado y sudoroso, empezó a dar gritos de pánico: ¡¡Sacadme de aquí!! Al oírlos, acudieron extrañados los empleados de la oficina que le abrieron la cancela y la puerta de la cabina, invitándole a que saliera.
Tras el sofoco, después de cobrar la dichosa factura que le pagó el tal González, y aguantar las bromas que le gastaron, Bimbela se bajó por las escaleras tan pancho, pues no quería más líos con el ascensor. Comprendió que aquello no estaba hecho para él. Su peripecia con el ascensor fue la «comidilla» del barrio cuando, aún con el susto en el cuerpo, la contó a sus conocidos delante de un «medio» en la Sociedad de Plateros.
Esta anécdota es reflejo de lo poco que la «cultura» del ascensor estaba introducida en Córdoba. Tanto que, por esos años y las décadas siguientes, se construirían barrios y barrios enteros con nuevos edificios de muchas plantas y angostas escaleras, donde el ascensor brillaba por su ausencia: Santa Rosa, Sector Sur, La Viñuela, Levante, La Fuensanta… Bloques y bloques de pisos donde daba la impresión de que sus inquilinos serían siempre jóvenes y no hacían falta. Hoy, muchos de estos vecinos, ya muy mayores, están condenados a no poder salir ni tan siquiera a la calle, y en su fuero interno estarán diciendo lo mismo que aquel día gritó Bimbela: ¡¡Sacadme de aquí!!
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