La Escuela de Ingenieros Agrónomos de Córdoba, durante su construcción

El portalón de San Lorenzo

La torre de Agrónomos como ejemplo de rechazo en Córdoba

«Estos técnicos deberían revisar los proyectos, controlar la ejecución de las obras y, cuando terminen, revisarlas con detalle»

La aparatosa mole de la torre de Agrónomos es un edificio singular de la Córdoba de la segunda mitad del siglo XX. La Escuela donde se inserta comenzó su construcción en 1963 y se inauguró en 1969, si bien en el otoño del año anterior ya había dado sus pasos el primer curso de la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Agrónomos en nuestra ciudad.

La torre, que destaca sobre el resto, es obra del arquitecto Fernando Moreno Barberá (1913-1998) y se inscribe en el denominado brutalismo, a base de hormigón e inserto en el estilo que inaugurase el suizo-francés Le Corbusier. Fernando Moreno también realizó la central térmica de Puente Nuevo, que hasta 2020 consumía carbón importado, nada menos, que desde Corea del Sur.

Contar en Córdoba con esta prestigiosa Escuela de Agrónomos (aún sin la «pata» de la Ingeniería de Montes, que llegaría en los años 90) fue un logro conseguido gracias al interés y esfuerzo del gran diplomático e ingeniero agrónomo de Baena José Ruiz Santaella (1904-1997), que lo gestionó con el apoyo de uno de los ministros más poderosos en la época de Franco, nuestro también paisano José Solís Ruiz (1913-1990).

Lo único por lo que, quizás, nosotros le pondríamos un rechazo al edificio de la Escuela es por el mal uso de la luz solar. Se ha comentado siempre en el mundillo de agrónomos, aunque no sé si está verificado o es una leyenda urbana, que el problema viene de que su diseño se copió de otro edificio situado en Australia, y que copiaron hasta la propia orientación sin tener en cuenta que en España el sol hace un recorrido muy distinto al de ese país de la otra punta del mundo. Sea esto así o no, o sea también por el abuso de las hiedras y otras plantas que se pusieron como adorno, puedo dar fe de la oscuridad y humedad del sitio (nada que ver, por ejemplo, con la soleada Universidad Laboral) cuando tuve que realizar allí algunos exámenes (de otro tipo, nada que ver con Agrónomos). También mis hijos, que sí estudiaron Agrónomos, constataron esa penumbra, especialmente en las plantas bajas.

Por otro lado, la torre es considerada emblemática y tiene cierto grado de protección oficial. Tras el injustificado abandono de la Escuela por su completo traslado a Rabanales a principios del XXI, y tras fracasar pintorescas tentativas de adecuarlas, como aquella de un hospital puntero que quedó en nada, parece que vuelve a cobrar cierta vida en los últimos tiempos con el proyecto de un campus privado de formación profesional.

El rechazo en la empresa privada

Volviendo a los rechazos y al mundo ingenieril, todos los que hemos trabajado en una gran empresa de fabricación conocemos de la existencia de un respetado Departamento de Calidad que velaba por los criterios de eficacia y calidad de cualquier producto. El hormigón, como el que puebla la torre de Agrónomos, fue uno de los primeros productos sujetos a estos exámenes o pruebas para controlar su capacidad de resistencia (basta con pensar lo que pasaría con un edificio que se cayese por tener hormigón de mala calidad). Siempre sobrevolaba en el ambiente de estas grandes fábricas el temor a que los inflexibles técnicos de este Departamento se decidiesen por un rechazo del producto que estaban examinando.

En mi empresa, Westinghouse, se tomaban tan en serio estos controles minuciosos que impartían anualmente unos Seminarios de Calidad en los que se podían inscribir cuantos trabajadores quisieran, y aquello tomó tal importancia que incluso se les denominó pomposamente Círculos de Calidad. En esta misma línea, la empresa convocaba un concurso para premiar al mejor eslogan publicitario relacionado con la calidad, que debía ser el sello inconfundible de sus productos.

En este exigente ambiente, no es de extrañar que nuestro Departamento de Calidad aplicase sus estrictos criterios en cada máquina y puesto de trabajo. De este modo, cuando en su exhaustivo control, sección por sección, detectaban que algo no se estaba realizando de acuerdo con los requisitos especificados en cualquier normativa de calidad o similar emitían el temido rechazo, con lo se paraba en seco el recorrido de la pieza hasta que no se resolviese la irregularidad.

En muchas ocasiones este rechazo tenía sus consecuencias: dada la envergadura del coste que aquello pudiera suponer, por las horas de trabajo acumuladas en la pieza o el conjunto en cuestión, se amonestaba al trabajador encargado de la tarea y a sus responsables más inmediatos.

Así, por ejemplo, si el proceso de soldadura de un depósito que debiera soportar ciertas presiones fallaba en un protocolo de pruebas de estanqueidad, aquello era motivo suficiente para determinar que ese proceso de soldadura no era el adecuado. Por tanto, al técnico medio o perito encargado del mismo se le amonestaba, e incluso se le podían quitar atribuciones y zonas de responsabilidad.

Según fuese el error, no se quedaban ahí las cosas, escalando a los niveles más altos. Recuerdo a un joven y prometedor ingeniero, técnico superior, que al elaborar una oferta (un jugoso pedido de cabinas de corriente continua para Renfe) cometió el error de no incluir en los costes algunas partidas económicas como los diodos y otros aparatos de importación, con lo que aquello resultó una mala gestión muy perjudicial para la fábrica. A resultas de aquello fue llamado por la Dirección, amonestado, y apartado del puesto. A la semana o así él mismo se marchó de la fábrica.

Otro caso sonado fue el de un importante ingeniero jefe de Operaciones, (responsable de fabricación de toda la fábrica) que también fue despedido por la mala gestión en las compras llevadas a cabo por un simple almacén de herramientas de la División de Aparellaje, que como todo lo referente a fabricación dependía de él. Se le achacaba que los gastos de estas compras deberían haber estado alrededor de los doce de millones de pesetas, pero al final se gastaron veinte tres, prácticamente el doble.

Este ingeniero, que era de Madrid, también tuvo que irse de la fábrica. El problema parece ser que había sido que algunos proveedores de herramientas de las más caras, como las plaquitas de corte para las máquinas tornos y fresas, con frecuencia solían duplicar el suministro de los pedidos, y este suministro que colaban de más se aceptaba tácitamente con la idea de que vendrían bien para las necesidades futuras de fabricación, decididas en último término por un simple almacenero de la División de Aparellaje que no entendía de costos ni de presupuestos, y que se guiaba por aquello de «mejor que sobre que no que falte». El caso es que el ingeniero terminó pagando el pato por despiste o por no estar al tanto de estos comportamientos habituales del almacén.

También podríamos hablar de otro suceso más serio, con altos técnicos de la plataforma de ensayos de la División de Transformadores destituidos de forma fulminante y rebajados de su profesión habitual. Se interpretó que trucaban los valores de pérdida, potencia y otros parámetros de los transformadores para que quedasen normalizados dentro de los muy estrictos rangos aceptables por los protocolos de calidad. Para ello empleaban una pequeña máquina «correctora» que, escondida oportunamente de forma discreta, alteraba de forma conveniente las mediciones en las pruebas para que fuesen admisibles.

Si bien estos transformadores reunían más que de sobra las garantías para un correcto funcionamiento (los clientes nacionales como Sevillana, Hidrola, Iberduero, Red Eléctrica los aceptaban con naturalidad en sus compras) en aquella ocasión el cliente era una compañía eléctrica de fuera, del Brasil. Y descubrió el pastel de los datos trucados sintiéndose engañada.

Lo peor fue que esta empresa brasileña se quejó a los americanos de la casa matriz de Westinghouse en Estados Unidos, y aquello produjo un enorme revuelo, costándole el puesto al responsable de Calidad de la citada División de Transformadores (despedido tras un pleito judicial) y al jefe de Plataforma de Ensayos. Tal fue el alboroto que, al poco tiempo, también fue cesado el mismísimo director de la fábrica de Córdoba que, junto al jefe de Plataforma, fue enviado al Cementerio de los Elefantes para acabar allí apartado sus días laborables. Los americanos habían sido inapelables con aquel rechazo de la calidad.

La empresa pública

Como se ve por los ejemplos anteriores, en la empresa privada se era inapelable y expeditivo en cuestiones de rechazo de la calidad, pagando incluso trabajadores que lo mismo habían sido señalados por mala suerte o un simple despiste.

Pero hemos hablado, ojo, de empresas privadas. Otro caso bien distinto parecen ser nuestras empresas públicas. Aquí los ejemplos en contra, por desgracia, abundan.

Centrándonos en lo local por ser lo que vemos todos en el día a día, aunque todas las administraciones sean parecidas en su poca exigente gestión de los recursos públicos, ahí tenemos las obras eternas de reparación en las calzadas adoquinadas con granito en Córdoba de importantes ejes viarios como Tendillas-Jesús María-Blanco Belmonte o Alfonso XIII-San Pablo-Santa María de Gracia. Y qué decir de calles como Concepción y Alfaros (crucemos los dedos porque la última reforma de esta última calle parece que va mejor). Es terminar las obras y a los pocos días comenzar los parcheos continuos porque se levanta o hunde la solería con baches, desprendimientos y roturas. No sé la cantidad de veces que he visto reparar el cruce con la calle Barroso en mi camino hacia la Catedral.

Recuerdo un día hablando de este tema con un antiguo delineante del estudio de La-Hoz constatando el lamentable estado del piso de la calle Jesús María, colocado a principios del 2000 y entonces ya todo levantado. Entonces se estaba haciendo el tramo desde San Pablo a Alfonso XIII y le comenté mis temores de ver lo mismo. Pero él me tranquilizó: «Verás cómo el nuevo suelo de adoquín que se está echando ahora no va a dar ningún problema de este tipo, pues se va a aplicar una técnica de solera súpermoderna con adoquín de mucha huella, que es lo fundamental».

El hormigonado de nuestras calles, ¿quién lo controla?M. Estévez

Pero nuestro gozo en un pozo. Al poco tiempo de terminarse esta obra en el trayecto final de San Pablo ya había zonas bacheadas, que luego se prodigaron a lo largo de todo el trayecto recién hecho. Recuerdo que se lo comenté de nuevo a este hombre y me respondió que no lo entendía. ¿Mal diseño por parte del técnico encargado de redactar el proyecto? ¿cálculos erróneos del tráfico que iba soportar?, ¿material de mala calidad?, ¿deficiente ejecución de la obra por parte de los operarios? Nadie sabía nada.

Después de muchos años se prolongó la calzada con este mismo diseño desde el Realejo hasta San Lorenzo. Por aquí pasaba casi todos los días y pude comprobar en persona el manifiestamente mejorable desarrollo de las obras. Por ejemplo, en el caso de la base de hormigonado a la altura de Santa María de Gracia no aprecié jamás, ni por asomo, que se estuviera haciendo alguna prueba de control para determinar la calidad de la masa del hormigón que se estaba compactando para formar la solera y soportar el adoquinado. En una palabra, que lo que dice el Manual de Calidad referente a los ensayos del hormigón, perfectamente definido en su propia norma, brillaba por su ausencia. Puede ser que lo aplicasen de madrugada, o a horas intempestivas, pero me extrañaría. Tampoco vi el cemento de limpieza, preceptivo en estos casos, y lo que sí vi, como suele pasar en todas las obras de la ciudad (hasta que haya una desgracia) es a operarios con la radial sin las mínimas condiciones de protección obligatorias, y además generando un peligro para los peatones con las chispas saltando en todas direcciones. ¿Quién debe revisar estas actuaciones?

Este descontrol no sólo se da en las calles con ese diseño tan incompatible en nuestra ciudad mediante adoquines de granito que, ojalá sea así, parece que está puesto ya en cuestión por los propios técnicos de urbanismo. También ocurre en los diseños normales, como el de la amplia calle urbanizada hace unos años tras el antiguo silo llamada Cañada Real Mestas. Es una piscina cada vez que llueve, se forman socavones por el agua acumulada, y tiene que parchearse continuamente con asfalto. Algo que era previsible si las rejillas, como ocurre aquí, se encuentran mal situadas y no están en las cotas más bajas para poder tragar el agua. ¿Nadie niveló la calle cuando se hizo?, ¿nadie hizo un replanteo y comprobó que las cotas no eran las correctas? Ahora dicen en la prensa que van a arreglarla de nuevo. A ver si lo hacen en condiciones.

En verdad, estos fallos no es justo que los achaquemos únicamente a los políticos en el cargo (como solemos hacer todos cuando nos enfadamos), sino que detrás hay técnicos competentes, que cobran a veces hasta más que los políticos, sobre todo los superiores. Estos técnicos deberían revisar los proyectos, controlar la ejecución de las obras y, cuando terminen, revisarlas con detalle. Y si consideran que las condiciones o la calidad de la obras no reúnen las garantías necesarias emitir su rechazo y no recepcionarlas. Vemos correcto que tengan su empleo asegurado, pero eso no debería ser óbice para que se les exijan responsabilidades y evitar que, por desidia o negligencia, se malgasten los recursos que aportamos los cordobeses.

Los nuevos contenedores en la plaza de las Tendillas

Ahora, los contenedores de Sadeco

A este cúmulo de problemas por la mala gestión se ha unido últimamente esa empresa municipal que, aun dependiendo del Ayuntamiento, es un ‘holding’ por sí sola dada la cantidad de recursos y el gran poder que tiene: Sadeco.

Cualquier cordobés que baje la basura, o simplemente transite junto a los nuevos contenedores, se ha dado cuenta enseguida: o quien los ha encargado se ha equivocado en el pliego al poner las medidas del emboque por el que se arrojan las bolsas de basura o el fabricante se ha equivocado al fabricarlos. Pero la realidad es que son agujeros bastante más pequeños que los habituales, por lo que, salvo que en un domicilio viva una sola persona con una dieta muy frugal, no hay manera de introducir las bolsas a no ser con grandes esfuerzos o teniendo que recurrir a levantar la tapa, muy sucia por lo general (podrían al menos haber contado con un pedal para ello como tenían los modelos anteriores).

Curioso cartel de Sadeco puesto en la calle Juan Tocino

Entre eso, y que además los responsables políticos nos dicen que «en algunas zonas» (por no decir en toda la ciudad) no hay contenedores suficientes por incumplimiento de la empresa proveedora (con lo que, al poco, ya están repletos hasta arriba), muchos usuarios han optado por dejar las bolsas fuera del contenedor, en el suelo, como si volviésemos a los 80. Y así están y aparecen los alrededores de los contenedores de la ciudad con suciedad y basura esparcida, que a veces se tira varios días sin recoger porque la gente también deja las bolsas junto a los contenedores que no son de orgánica y éstos no se recogen a diario. A este paso vamos a tener que hacer funcionarios a los gatos de las colonias felinas para que acaben con las ratas que están empezando a proliferar.

Luego está el eslogan de Sadeco: «No nos asusta una calle sucia». Quizás sea ese el motivo por el que nadie se siente aludido ante la vergonzosa y tercermundista basura que se acumula diariamente junto a los contenedores, porque no les da ni pizca de susto. Así nos va mientras los responsables de desaguisados como este sigan tan tranquilos, como si tal cosa.