El rodadero de los lobosJesús Cabrera

La encina de Liébana

Loyola de Palacio, pionera en tantas cosas, se anticipó en una década a lo que después hizo Carmen Thyssen para salvar los árboles de Recoletos, en Madrid

Quien catalogue la obra de Ginés Liébana en dos bloques -pintura y escritura- se equivoca de plano. La producción del artista fallecido hace ahora una semana es mucho más diversa y amplia, ya que todo lo que tocaba o intervenía lo convertía al momento en arte del de verdad, ya fuese una lectura poética o un gintonic en el Can-Can. Por encima de todo, la obra más lograda y redonda de Ginés ha sido su casa, cambiante con el paso de los años pero fiel a una personalidad y a una forma de entender la vida que dejaba con la boca abierta a todo el que la pisaba por primera vez.
Estas otras obras de Liébana hay que inventariarlas y entre ellas tiene que figurar, sin lugar a dudas, la presencia actual de una encina en la plaza de las Tendillas, que rompe el ritmo de los naranjos y la simetría del espacio, pero ahí está, gracias fundamentalmente a Ginés, quien se erigió en defensor de ese árbol cuando su pervivencia peligraba y logró salvarlo por medios novedosos a la reivindicación al uso.

La encina de la plaza de las TendillasJC

El Ayuntamiento de Córdoba había decidido reformar la plaza de las Tendillas, centro neurálgico de la ciudad, y materia sensible donde las haya. Los primeros proyectos no convencieron por rompedores hasta que el gobierno municipal se decidió por uno que mantenía en su sitio el monumento al Gran Capitán y que creaba espacios de sombra a base de naranjos.
Nadie cayó en aquel momento en que había una encina en la esquina de la Telefónica de la que se desconocía su futuro. La Asociación de Amigos de los Jardines Públicos de Córdoba, con Joaquín Martínez Bjorkman, Pepe Cobos y María Villegas, dieron la voz de alarma y hasta llevaron al Juzgado la desaparición de ese árbol.
Cobos informó del caso a Liébana quien no ahorró esfuerzos para defender la encina de las Tendillas. Hizo que Alaska, Paco Nieva o Antonio López se sumaran a la causa. Además, escribió en el diario Córdoba una carta en la que los árboles de las Tendillas se dirigían a él: «Hemos nacido en esta plaza, sin sueldo, sin nómina, sin perjudicar a nadie; nuestro sitio está en los lujos que no valen dinero, como el amor y la imaginación, y en silencio como los sabios». «Si hemos recurrido a ti es porque no estás ‘colocao’, tienes cuerpo de pobre, sigues en la segunda división de los creadores, pides poco, te faltan cinco minutos para tener nuestra edad, trabajas mucho para tener tiempo libre y dedicárserlo a los demás», añadía Ginés en nombre de los árboles.
El gobierno municipal del PP seguía adelante con su proyecto de arrancar la encina, que, por cierto, no era una encina sino un mesto, un híbrido de menor calidad. Los cordobeses no hemos estado nunca muy acertados a la hora de identificar los árboles y por eso al de la plaza de Costa Sol le llamamos abeto o pino cuando en realidad es un cedro del Himalaya.
Al revuelo montado por Liébana se subieron de inmediato los aprovechados de turno -partidos políticos, sindicatos, ecologistas- para sacar tajada, pero nadie contaba con que a Ginés le faltaba aún por dar el último golpe de efecto.
Las obras de reforma de las Tendillas iban a comenzar en julio de 1998, para terminar en las vísperas de las municipales de 1999. Tres meses antes de que entrara en la plaza la primera excavadora, se aprobó en el Pleno una moción para salvar la encina. Un par de días después suena el Motorola del alcalde Rafael Merino, que estaba en un acto. La llamada la atiende el único asesor -qué tiempos- que tenía, Jacinto Mañas, quien palidece al comprobar que al otro lado de la línea estaba nada menos que la ministra de Agricultura, Loyola de Palacio, que se interesaba por el futuro de la encina.
La ministra estaba en Córdoba, fue con Liébana a ver el árbol en cuestión y luego acudieron a la iglesia de los Dolores, antes, posiblemente, de recalar en Los Berengueles. Loyola de Palacio, pionera en tantas cosas, se anticipó en una década a lo que después hizo Carmen Thyssen para salvar los árboles de Recoletos, en Madrid. Ambas mujeres triunfaron.
En agosto de 1998 se traslada la encina a los viveros municipales pero, como se preveía, el árbol no superó el trasplante y el entonces concejal de Infraestructuras, Rafael Rivas, informó de su deceso con toda la solemnidad posible. Liébana ya había dejado su huella en el proyecto de reforma de la plaza de las Tendillas, donde se contemplaba el trasplante aunque en otro lugar y así se hizo con una encina de pura sangre que en estas dos décadas ha multiplicado su volumen y gana en majestuosidad y prestancia a los naranjos de sus inmediaciones. Liébana ganó la batalla.