El portalón de San LorenzoManuel Estévez

El Nacimiento

Vendían toda clase de pastores, escorias de fragua, trozos de corcho para simulación de las montañas

Cuando éramos jóvenes, al ir acercándose las entrañables fechas de la Navidad comenzaba a entrar el «Nacimiento» en nuestros afanes y preocupaciones. Volvía como cada año esa hermosa tradición que, se cuenta, fue inaugurada «oficialmente» por San Francisco de Asís en la población italiana de Greccio durante la Navidad de 1223-24. Allí el santo plantó el primer «Nacimiento», en una zona rural muy pobre, «un lugar rico en su pobreza». Todo fue muy sencillo y humilde, porque al querer honrar a Dios lo hizo montando un pesebre por altar, y a falta de flores y otros ornatos puso paja, una mula y un buey. Con aquel improvisado altar se rindió honor a la Sencillez y se alabó el valor de la Humildad, porque lo que verdaderamente importaba era el acto de Amor. Y con esos simples e improvisados adornos, todos, hasta el más pobre, podríamos en lo sucesivo honrar a Dios montando su «Nacimiento».
En los años de mediados del siglo XX, en la acera de la derecha de la calle Nueva, junto a las columnas del antiguo templo romano, se disponían una serie de puestos tipo barraca que eran un auténtico deleite para los entusiastas de la Navidad y el «Nacimiento», chicos y mayores. Vendían toda clase de pastores, escorias de fragua, trozos de corcho para simulación de las montañas, así como «monte» con ramas de lentisco y madroñeras, algunas incluso con sus bonitos frutos. Todo para, en función de las posibilidades de cada uno, adornar nuestros «Nacimientos», que es como solíamos llamar a los «Belenes». Además, también se vendían palillos, carracas, panderetas y zambombas para acompañar los villancicos y las coplas de la Navidad.

Misterio en la iglesia del Juramento (San Rafael)La Voz

Muy cerca de estos puestos, enfrente del Ayuntamiento, ¡cómo recordamos aquella Papelería Victoria que ponía unos escaparates llenos de preciosas figuritas del «Nacimiento»! Las contemplábamos con toda la ilusión del mundo, formando incluso cola para verlas.
Aparte de adquirir lo necesario para montar el «Nacimiento», a los chiquillos también nos ilusionaba conseguirlo por nuestra cuenta. Detrás de lo que era la venta de la Choza el Cojo partía un sendero que se conocía como el camino de la cerca de Lagartijo. Conforme se subía una pequeña pendiente se abría hacia la izquierda una especie de cantera de greda, que servía como materia prima ideal para elaborar artesanalmente los pastores y el resto de figuritas. En este sentido, tengo que mencionar a Rafael Acedo, de la calle Cristo; a Enrique López, de la calle Moriscos, y a Ricardo Llobregat, de las Costanillas, los tres alumnos del Colegio Salesiano. Pudimos comprobar de primera mano que eran unos consumados artistas en la elaboración de aquellas figuras de barro. También era costumbre coger el “monte» de las orillas del cercano arroyo de Pedroches, del Patriarca u otras zonas cercanas de la sierra. Los más osados se iban hasta los alrededores del Cerro de San Fernando, junto a la ermita de la Virgen de Linares.
Entre los «Nacimientos» más elaborados que se ponían en Córdoba siempre tuvo un lugar destacado el de los Hermanos de San Juan de Dios, en el Hogar y Clínica de San Rafael. En la Navidad de 1954-55 estuve allí convaleciente, y conocí a fondo a aquellos hermanos. Puedo certificar que ponían su «Nacimiento» con el mismo cariño con el que se desvivían por los niños que tenían acogidos. Su montaje era una sencilla forma de oración desde la humildad que brotaba de estas personas bondadosas. Y además sabían que con él disfrutaban los niños: les bastaba ver sus sonrisas.
A las órdenes del hermano Tomás, que hacía las veces de superior, todos tenían asignado perfectamente su cometido. El hermano Gerardo y el hermano Gabriel eran los encargados de los quirófanos y la enfermería, incluidas las escayolas, que por aquellos tiempos estaban a la orden del día. El hermano José (Rodríguez) era el encargado de los asuntos espirituales. El padre «Vici» era el encargado de la cocina y la despensa, y los hermanos Rogelio, Bernabé y Bonifacio eran los limosneros. Pero llegado el momento todos sabían remangarse y colocarse sus delantales blancos, y lo mismo te arrimaban una palangana con agua y la toalla que te retiraban el orinal. Luego, a la hora de las comidas, repetían otro trabajo parecido, teniendo en cuenta que la mayoría de los niños estábamos encamados y a muchos había que darles de comer pues no podían ni moverse. Sólo desde el amor al prójimo se puede entender la entrega de aquellos Hermanos de San Juan de Dios, muchos de ellos jóvenes con brillantez más que suficiente para haber triunfado en otro tipo de vida.
Para los más pequeños el hermano Bernabé era el profesor, todo ternura, que nos daba clase para que no perdiésemos «comba» durante nuestra estancia en la clínica (recuerdo que en Historia le encantaba el general Aníbal), y también era el principal encargado de poner el «Nacimiento». Le ayudaban «los levantados», que es como llamábamos a aquellos niños internados que, por prescripción médica, tenían que hacer ejercicios de rehabilitación y caminar, a pesar de estar recuperándose de sus recientes operaciones de cadera o de la polio.
En la madrugada del día 3 de febrero de 1954 el hermano Bernabé nos despertó de madrugada con estas palabras: «¡Niños, despertad y mirad por las cristaleras la nieve que cae sobre el campo y los naranjos!» Dentro de los terrenos de la clínica, la ermita de la Virgen de Lourdes había quedado totalmente cubierta por la nieve, y hasta el estanque de los patos se convirtió en una preciosa postal navideña. Recuerdo que aquel día llegaron algunos voluntarios para sacarnos en nuestras camas a la terraza para que pudiésemos ver aquel maravilloso espectáculo tan raro en nuestra ciudad. A mí se me quedó grabada para siempre aquella imagen que desde la citada terraza pude observar a lo lejos, del Viaducto del Pretorio, entonces estrecho, pero abierto a las dos direcciones. Me pareció un montículo nevado de cualquier precioso «Nacimiento» rodeado de abetos. La silueta blanca y lejana de los vagones de mercancías, pasando lentamente en sus maniobras por debajo del viaducto, se me antojaba una escena idílica. Creo que ha sido la nevada más grande en Córdoba que he visto en mi vida. Y la más feliz.
Aquel año de nieves, además, al hermano Bernabé le dieron un reconocimiento público por el espléndido «Nacimiento» que había puesto en un pabellón de pequeñas viviendas de empleados rodeado de árboles que se ubicaba detrás de la sala de los pequeños. Allí concretamente tenía su vivienda «Pepe», un entrañable empleado que había estado más de cinco años ingresado con su cadera rota y contrapesada esperando un donante del hueso de cadera (no existían entonces las prótesis).
«Pepe» vivió tan integrado en el Hogar y Clínica de San Rafael que aquello lo consideraba poco menos como su casa, y los hermanos, cuando por fin se pudo operar y se curó, le ofrecieron que siguiera trabajando como empleado, ya que nadie como él sabría dar a los niños el amor y el cariño que él había recibido durante sus cinco largos años de permanencia. Fue siempre un gran colaborador del hermano Bernabé a la hora de montar su famoso «Nacimiento».
Y para coronar este artículo pongo como foto uno de los más bonitos «Nacimientos» que visto este año. Un simple «Misterio» que ha adornado por estas fechas la iglesia de San Rafael, adaptando unas figuras veneradas en la propia iglesia, todas de una belleza y antigüedad impresionantes. La Virgen María es obra de Fray Juan Bautista de la Concepción (1686-1738), aquel fraile lego trinitario nacido en el barrio de San Pedro de Córdoba, y que tallara entre otros el impresionante Cristo de la «Dulce Mirada», el Cristo del Calvario, que se venera en la iglesia de San Lorenzo de Córdoba y por el que cobró 900 reales. Sus trabajos de escultor los realizó en un taller que por aquellos tiempos tenían los frailes trinitarios en lo que hoy es la margen izquierda de la calle los Frailes, llamada entonces Empedrada. Seguramente Fray Juan Bautista, otro humilde religioso, que pasó por la Historia de forma casi anónima y del que apenas ha llegado un susurro, estará sonriendo alegre, feliz porque su Virgen sirva para montar esa bella y sencilla ofrenda a Dios que es siempre un «Nacimiento».