El portalón de San LorenzoManuel Estévez

La Candelaria

Para los chiquillos más osados de los años cincuenta del siglo XX el Puente de Hierro constituía para nosotros una especia de «reválida»

De antiguo había una tradición en Córdoba que era acudir al campo muy cerca del arroyo de Pedroches el día de la Candelaria. Era tal esta costumbre, que incluso el Diario de Córdoba, de fecha 20 de febrero de 1855, y en su página 3, nos decía:
«Que por causa de la lluvia se habían «aguado» tres fiestas populares de Córdoba. En primer lugar la tradicional expedición al arroyo de las Piedras el día de la Candelaria, la Romería a Scala Coeli, y las máscaras por las calles de carnaval. Por este motivo los taberneros están de capa caída.»
Siempre que íbamos al campo, sobre todo el día de la Candelaria, solíamos coger el camino viejo de Pedroches; esto es, lo que hoy es la calle Cinco Caballeros, en donde por cierto a la Cruz de Piedra, que allí había se le identificó siempre como la Cruz del padre Roelas, y aunque se colocó años después de su muerte (1650), se puso para inmortalizar el recuerdo de sus famosas revelaciones, «Las Revelaciones del Padre Roelas», que hacían alusión a su encuentro en esta calle Cinco Caballeros.
Dicho esto, continuamos nuestro camino hacia el campo y subíamos la pendiente de dicha calle (no existía la avenida de Carlos III), que nos llevaba a una planicie en la cual nos quedaba a la derecha la antigua prisión provincial y el Barrio de Miraflores y en la esquina de la izquierda un ventorrillo, que por los años 1950, lo regentaba un tal Edelmiro. Pero antes de cruzar el camino que iba al Ventorrillo y que en realidad era la carretera de la cárcel, existía una «cantera de piedra caliza» y era muy normal observar la carga de los distintos camiones recibiendo el material que bajaba por una tolva hecha de madera para embocar en el camión.
De todos aquellos recuerdos, queda El Puente de Hierro sobre el arroyo de Pedroches que fue inaugurado el 5 de septiembre de 1873 como parte de la antigua vía de Córdoba a Belmez que partía desde la Estación de Cercadillas. Como curiosidad, hay que indicar que el presidente del «Camino de Hierro de Córdoba a Belmez», don Francisco Romá, solicitó el 12 de enero de 1863 al Ayuntamiento de Córdoba la posibilidad de levantar la estación para acoger a este tren en terrenos próximos al Jardín del Alpargate, en el Marrubial, con lo que, aducía, se revitalizarían los barrios orientales de la ciudad. Obviamente esta petición no prosperó, y las dos estaciones de trenes, ésta y la principal del ferrocarril a Sevilla, se ubicarían en el oeste de la ciudad, muy cerca una de otra.

El Puente de HierroLa Voz

De la mano del poeta Francisco Carrasco, diremos que el arroyo de Pedroches es el rey de todo aquel bucólico lugar. Nace en la vertiente sur del Cerro de Torre-Árboles, perfectamente visible desde toda Córdoba, concretamente en el barranco de Valdegrillo, en una vieja alcubilla casi escondida entre los álamos.
En su libro «Arroyos de Córdoba», Carrasco nos dice que desde la hermosa mole de Torre-Árboles, que declina hacía poniente, baja el arroyo de Pedroches con dificultad, falto del caudal que aguas abajo le aportarán las barrancas y laderas de los Villares Bajos. Pasa por las huertas de Salmerón, de las Cabras y de las Fajardas. Transita luego por la linde de la Mesa Blanca, dejando a su paso algarrobos, encinas y alguna higuera junto a la Cueva de las Cabras. Después recibe el agua de sus afluentes Barrionuevo y Ventilla, en un paraje con bellas cataratas formadas en terreno rocoso.
Sigue Carrasco: el arroyo se abre entre adelfas y junqueras, pasa por Orive, la desaparecida Fuente de los Santos Mártires y el cortijo de la Trinidad, para finalmente recibir las aguas de los importantes arroyos de Santo Domingo y de la Palomera justo por debajo del Puente de Hierro, camino ya los tres unidos en un solo arroyo hacia la Huerta de don Marcos, donde solía pasar temporadas de convalecencia don Luis de Góngora y Argote (1561-1627), y que según su biógrafo Miguel Artigas Ferrando (1887-1947) y nuestro Ricardo Molina Tenor (1916-1968) allí es donde debió escribir su obra poética inmortal de «Polifemo y Galatea» y donde su cita sobre «aquel prado frondoso por donde cruza un riachuelo» se refiere justamente a este sitio.
No obstante, hay que advertir que la profesora y contumaz investigadora doña Amelia de Paz Castro, gran experta en don Luis de Góngora, admite que éste, ciertamente, debió pasar algunas temporadas en la Huerta de don Marcos, pero que no se han encontrado aún pruebas concluyentes que corroboren que en este sitio escribió la fabula del gigante y su cueva. Pero no es un tema cerrado, ya que la información todavía por consultar es muy extensa. Así, esta «Huerta de don Marcos» está ampliamente documentada en el Archivo de la Catedral, en el Cajón R del Catálogo de Diego Ramírez de Jerez, documento nº 60 y siguientes.
Fuera de la gran literatura, para los chiquillos más osados de los años cincuenta del siglo XX el Puente de Hierro constituía para nosotros una especia de «reválida»: había que meterse en los «salvavidas» del puente y lograr que nos pasara el tren de la sierra por lo alto. Puedo decir que bastantes (inconscientes que éramos) lo hicimos. Pero había otros retos más complicados, como pasar el puente de un lado a otro por debajo de la vía del ferrocarril, «hierro a hierro» recorriendo toda la cerca, y para eso había que tener «agallas» y bastante valor. Yo mismo presencié realizar esta hazaña por un chaval de la calle Montero, al que conocíamos familiarmente como «El Escayolas», y por Miguel Blancart Moreno, «El Migui», que lo cruzaron ante nosotros un lejano día de San Rafael de 1959. Hay que tener en cuenta que el puente está a una altura de 33 metros y tiene una anchura de 160 metros.
Al hablar de la «Cueva del Gigante», que se relaciona con la citada obra de «Polifemo y Galatea», diremos que es una oquedad en el faldón de cimentación del Puente de Hierro, a la derecha. Un día que fuimos a visitarla sorprendimos allí a un personaje muy conocido y entrañable de las calles de San Lorenzo, «Marchena el de la Arena» (Antonio Carrasco Martín, 1922-1984), que con una cucharilla de aluminio rascaba y rascaba aquellas paredes para obtener la arena que luego vendía por las calles al grito de: «Niña, la arena que limpia los cacharros y los deja como una patena, niña, la arena.../». No sabemos si allí habrían estado Polifemo o Galatea, pero quien sí que estaba era nuestro «Marchena», que por su categoría humana nos parecía a todos un auténtico poema de verdad, rascando en la vieja roca para tener un pan que llevarse a la boca.
Y hablar de esta zona es hablar también de sus fuentes y veneros. Restos de varias conducciones antiguas yacen hoy olvidados: trozos de un acueducto romano que bajaba desde el cortijo de la Trinidad, el venero del Maimón con su fuente de la Palomera, y el venero de la Palma o de Pedroches, con su alcubilla del «Sombrero del Rey», tristemente enterrada bajo el nuevo acceso de la Ronda Este. Esta alcubilla, así como la fuente del Majano, a mitad de camino, constituyeron durante los años 1940-1960 un lugar idóneo para las jornadas festivas, cuando se poblaba con peroles familiares y entre vecinos, que lo inundaban todo con sus cantos, sus alegrías, sus juegos, sus columpios... Además tengo que decir, porque me consta, que media Córdoba de aquellos tiempos se enamoró en el transcurso de estos peroles. Y sería ya a la media luz del atardecer cuando muchas de aquellas parejas se atrevían a entrecruzar fuertemente sus manos, sellando a su manera algo que empezaba.
Viniendo ya de vuelta por la carretera de Almadén recordamos al humilde barrio del Zumbacón, donde sus sencillos vecinos, en las puertas entreabiertas de sus mal construidas casas, saludaban ostensiblemente a los que formábamos parte de aquellas comitivas, e incluso nos llamaban la atención con sus sinceras palmas. Y muchas veces, ante la emoción, nos daba por cantar el «Asturias, patria querida.../», todos a coro. Tengo que recordar aquí a un tal Cabrera, de la calle Cristo, que fuera jefe de los ordenanzas del Banco Hispano de la calle Sevilla, y que hacía unos «solos» apoteósicos. Son cosas que jamás se olvidan.