La verónicaAdolfo Ariza

Despertar a un mayo florido y electoral

De igual modo dudaba de la supuesta arcadia de «la liberalidad moderna» y su hipotético principio de «la libertad de expresión» que «se entiende en términos prácticos» por un «hablar tan solo de cosas intrascendentes»

Al despertar de su sueño se preguntó: -«Si, como dicen, […] no hay dioses y vivimos bajo cielos oscuros, ¿por qué iba a pelear un hombre sino por el lugar donde conoció el Edén de la infancia y la brevedad celestial del primer amor? Claro que también incisiva era la pregunta que, de un tiempo a esta parte, rondaba su cabeza de la mañana a la noche: -“[…] ¿qué es un Estado sin sueños?». Y a la zaga el otrora noble oficio del periodismo: «El periodismo […] había ido perdiendo mordiente hasta hacerse plomífero. […] pero sobre todo se debía, por supuesto, al estado de ánimo del país entero, entonces habitante de una especie de remanso».
Sabía que «la gente había perdido por completo la fe en la revoluciones». Para él, «no se puede trastocar todo lo existente, usanzas y pactos incluidos, a menos que uno crea en algo trascedente, en algo positivo y divino». Con no poca nostalgia experimentaba que «la democracia había muerto, porque nadie tenía interés en que la clase gobernante gobernase». Y con no pocas broncas había logrado mantener su credo político: «Las antiguas repúblicas idealistas solían basar la democracia en la idea de que todos los hombres eran igualmente inteligentes. […] la democracia más saludable y duradera se basa en el hecho de que todos los hombres son igualmente idiotas. ¿Por qué no vamos a elegir a cualesquiera de ellos? Todo lo que queremos para un gobierno es un hombre que no sea delincuente ni demente, que pueda atender con celeridad unas cuantas peticiones y firmar algunas proclamas. […] hemos implantado por fin la institución hacia la cual todos los sistemas se encaminaban tímidamente, es decir, un gris despotismos gris sin ilusiones».
No era, para nada, políticamente correcto, de ahí que en él «se fue desarrollando, intensa y silenciosamente, una cualidad o aptitud de lo más artificiosa en las ciudades modernas, pero que puede ser natural y, como en su caso, llegar a volverse casi brutal: la cualidad o aptitud del patriotismo. […] Y así conoció los secretos de la pasión. […] Supo que, por norma, el verdadero patriotismo canta penas y desesperanzas más que victorias. Supo que en los nombres propios está la mitad de la poesía de todos los poemas nacionales. Y sobre todo conoció, con el delicioso rubor de un amante, que el principal aspecto psicológico del patriotismo reside en el hecho de que este nunca se jacta de la grandeza de su país, sino siempre, y necesariamente, de su insignificancia».
De igual modo dudaba de la supuesta arcadia de «la liberalidad moderna» y su hipotético principio de «la libertad de expresión» que «se entiende en términos prácticos» por un «hablar tan solo de cosas intrascendentes». Así las cosas: «No debemos hablar de religión, porque eso es intolerancia; no debemos hablar de pan y queso, porque eso es propio de comadres; no debemos hablar de la muerte, porque eso nos entristece; no debemos hablar de nacimiento, porque hacerlo es indecoroso».
En su interior algo se removía desde hacía tiempo: «Algo ha de acabar con esta incomprensible indolencia, con este incomprensible egoísmo ensoñador, con esta incomprensible soledad de millones de individuos. Algo tiene que cambiarnos». Aún así fue siempre tremendamente consciente: «[…] la condena al fracaso, innata a todos los sistemas humanos afecta a las almas tan poco como los gusanos de la ineludible tumba a los niños que corretean por los prados. Notting Hill ha fracado; Notting Hill ha muerto. Pero eso no es lo más formidable: Notting Hill ha vivido».
Hasta aquí el controvertido y chestertoniano despertar de Adan Wayne, preboste de Notting Hill.
Para más señas: G. K: Chesterton, El Napoleón de Notting Hill.