La suspensión del concierto de la pianista ucraniana Valentina Lisitsa, prevista para este mes de septiembre dentro de la programación del Festival Internacional de Piano Guadalquivir, solo puede ser considerada como una mala noticia para la cultura, pero sobre todo para la libertad. Lisitsa venía precedida de polémica, es cierto, por su postura a favor de Putin y sus declaraciones contra los ucranianos pro-europeos, lo que le ha provocado serios quebraderos de cabeza y diversas cancelaciones en los últimos años, incluso antes del conflicto. Hay que decir que, aunque nacida en Kiev , Lisitsa pertenece a esa minoría rusa de Ucrania que supone aproximadamente un cuarto de la población del país, muchos de ellos descendientes de personas reubicadas durante la ocupación soviética como trabajadores de la industria o como parte del ejército. La pianista, considerada una de las mejores en la actualidad, también se ha manifestado públicamente en contra de la guerra. Los criterios seguidos por la organización del festival han sido únicamente artísticos, los que desde el grupo socialista municipal no han valorado cuando solicitaban por escrito al alcalde el ‘aplazamiento’ de la actuación de la artista, alegando los acuerdos europeos tomados desde que comenzara el conflicto bélico y el daño que podría suponer la presencia de la artista para la comunidad ucraniana acogida en nuestra capital.

Resulta hasta cierto punto llamativa esa sensibilidad socialista por los conflictos internacionales que desde aquí no se mostró con el pueblo sahariano, cuando fue unilateralmente vendido a Marruecos por parte de Pedro Sánchez en marzo del pasado año. Y no hay que irse al escenario internacional cuando el PSOE, si algo tiene claro, es que prefiere regalar la gobernabilidad de España a los separatistas y sediciosos a los que pretende indultar. Duros con los malos de fuera pero acogedores con los golpistas de casa.

Resulta así mismo realmente preocupante lo pronto que la organización del festival ha optado por la cancelación, que no aplazamiento, como taimadamente solicitaban los socialistas. Alegan desde el FIP que lo han hecho por respeto a los patrocinadores, teniendo al Ayuntamiento de Córdoba como el principal espónsor, y lamentan «la politización» del asunto.

Esa politización no es sino un ejercicio más de lo que se viene sufriendo en gran parte de Occidente y por supuesto en España: la cancelación del diferente, del disidente, del distinto, del que se sale fuera de los cánones izquierdistas impuestos cultural y socialmente, y que cada vez está más aceptada y compartida por una población dócil y apática. En pos de elevados preceptos morales- la paz, la ecología, la igualdad- la verdad es que no hay más verdad que estos valores universales moldeados por el tamiz excluyente y sectario de la izquierda que ahora también denominan ‘woke’ y que de manera unidireccional y totalitaria decide quién vale y quién no, qué se debe opinar y sobre lo que no hay que hacerlo; contra quién dirigir la masa justiciera y cuál debe ser el discurso público y social.

Es posible que Valentina Lisitsa no sea políticamente agradable por su sentimiento patriótico o su postura a favor de la actual Rusia. Pero tiene derecho a ello. No se le llamó por su ideología sino por su grandeza artística. A la policía de lo correcto no le resultó adecuado y Lisitsa ve suspendido un concierto más y sufre, por cierto, una merma en su sustento económico.

Decía recientemente la escritora Lucía Etxebarría que las que más padecen la cancelación son las mujeres. Ella sabe de lo que habla porque la ha sufrido con creces, y en Córdoba hemos tenido un clarísimo ejemplo con el caso de la intérprete. Tristemente, también hemos perdido una magnífica oportunidad de demostrar lo que tanto nos llena la boca cuando presumimos sobre la ciudad del encuentro y la tolerancia. Un encuentro cordial entre Lisitsa y la comunidad ucraniana residente hubiera sido una foto impagable si se hubiera tenido un mínimo de buena voluntad.

Pero se ha preferido lo fácil y lo peligrosamente habitual: cancelar la libertad. La de una artista y la de los espectadores a los que, desde la soberbia superioridad moral izquierdista, no se les permite criterio propio.