Cuando era pequeña, no entendía que una mascota fuera algo diferente al sombrero de mi abuelo. Ese era el nombre que él le daba a aquel ornamento con el que gustaba de cubrirse la cabeza. Evidentemente, con el paso del tiempo, entendí otras acepciones que tenía esta palabra; la mayoría de la población asignaba este término a los animales de compañía.

Reconozco que nunca he sentido atracción por los animales, más allá de observarlos en los zoológicos o en sus hábitats propios, algo que no quita para que los respete. Eso sí, como en todas las situaciones de la vida, la libertad de uno termina donde empieza la del otro. No puedo decir que tenga zoofobia, pero sí que siento cierta alergia a tenerlos cerca, algo que resulta inevitable en nuestros días.

Valoro la compañía que suponen para mitigar la soledad o los beneficios que aportan en terapias para personas con necesidades concretas. Pero hay cosas que aún no he logrado entender. No sé por qué tiene una mascota que rozar la ropa en una tienda por muy limpia que pueda estar; por qué la población tiene que soportar condiciones pésimas de higiene en las calles; por qué he tenido que esquivar sus excrementos en un aeropuerto para no llevarme impregnadas las ruedas de mi maleta; o por qué he de pisar los pelos o restos que dejan en las zonas comunes de mi comunidad de vecinos así como soportar malos olores, además de aullidos o ladridos en bastantes momentos del día y de la noche. Y, mucho menos, alcanzar a comprender que su valoración y aprecio sean más altos que los que se pueden dispensar a las propias personas.

Es obvio que la responsabilidad recae en sus dueños y no en los pobres animalitos que son víctimas, de manera directa, del comportamiento de los citados propietarios.

No es casualidad que mi reflexión de esta semana la dedique a un tema tan actual y que suscita amplios debates. Viene provocada porque hace pocos días me ocurrió algo insólito, o al menos eso creo. Me acomodé en el banco de una iglesia para asistir a una misa abundantemente concurrida. La ocupación normal es de cinco personas y todavía éramos cuatro en el citado banco. En uno de los extremos, una señora, haciéndose un poco la desentendida, ocupaba dos espacios. Junto a ella ocultaba algo bajo una especie de bolso cubierto por una tela. Siendo interpelada por otros que no encontraban aposento, dejó entrever que el sitio lo tenía reservado. Todos los que rodeábamos a la señora, no salíamos de nuestro asombro cuando, pasados unos minutos, éramos conscientes de que la reserva no era tal sino que su mascota, un ejemplar perrito (no puedo determinar su raza porque ya ha quedado manifiesta mi ignorancia en estas lides) que por cierto no dio ruido en la solemne eucaristía, era la compañía esperada.

Esta simple anécdota no hace más que reafirmar la continua transformación de la sociedad en la que un sector cada vez más amplio considera miembros vitales de sus familias a las mascotas. Tengo la certeza de que no queda mucho para que los burros emprendan el vuelo.