Amanecía Madrid repleta de banderas de España, para festejar un año más la Fiesta Nacional. Sin embargo, este año, el epicentro neurálgico no sería el paseo del Prado, ni Cibeles ni tan siquiera la plaza Colón, el foco principal se hallaba en la monumental de Las Ventas, diseñada por José Gómez Ortega, «Joselito el Gallo» e inaugurada en el año 1931.

Las manecillas del clásico reloj de la plaza marcaban las 12 en punto, justo cuando el sol vencía el pulso de la luminosidad frente a las siempre taciturnas nubes, y rompía el paseíllo del festival en homenaje a Antonio Chenel «Antoñete». Mañana de emociones, pues volvió a la arena venteña el temple y el gusto de Curro Vázquez, que nos regaló una faena breve, si bien de una intensidad superlativa, propia de otra época. También apareció por allí un tal Cesar Rincón. Distancias, mando y derroche de facultades. Faena «recuajada» en las orillas del 7, ese que tantas tardes lo vio descerrojar la puerta grande. No pudo faltar a la cita Carlos Escolar «Frascuelo», que se convirtió esa misma mañana en el torero más longevo en actuar en la plaza de las Ventas, con 78 años, casi ná. Han pasado muchos San Isidros, pero hay andares que solo pueden ser de toreros… Y no pudo faltar el toro blanco de Osborne que bajo el nombre de «Presumido», nos teletransportaba por instantes a aquel Mayo del 66. Brindis al cielo. Faena de bragueta y verdad del de La Puebla ante un toro de peligro sordo.

Una riada de emotividad desbordó aquella mañana las Ventas, un viaje al pasado, el sueño de Morante veía la luz, no solo con el monumento a Antoñete en la explanada de la plaza, sino con una mañana cargada de aroma y reminiscencias pasadas. Y eso que todavía dicen por ahí que hoy se torea mejor que nunca…

La tarde se presentaba con claroscuros, representando muy probablemente, los pensamientos de Morante de la Puebla, que como no podía ser de otra manera, vestido de Chenel y Oro, volvía a pisar apenas dos horas después la monumental venteña. Aquella tarde, compartiría cartel con Fernando Robleño en el día de su despedida, y Sergio Rodríguez, reciente ganador de la Copa Chenel.

La tarde no tomaba vuelo, pues más allá de 4 verónicas de Morante a su primero, poco o nada pudimos ver. Entonces salió «Tripulante», colorado ojo de perdiz, que, a buen seguro, cuando nació en el campo charro, allá por Enero del 2021, desconocía la trascendencia que tendría en la historia de la tauromaquia. Lo recibió Morante con una tijerilla de rodillas, seguido de dos verónicas, rodilla en tierra. Poco a poco se lo fue sacando a los medios, por chicuelinas de un relajo cuasi celestial. En una de ellas, «Tripulante» lo barrió, volteándolo con descaro y virulencia, quedando inerte, sin conocimiento, en la misma boca de riego. El viaje a la enfermería no se consumó, pues cuando el maestro llegaba en volandas a las tablas, se frenó, y pese a mostrar claros síntomas de aturdimiento, tras unos minutos, volvió a la cara del toro. La plaza se rompió en una sonora ovación: el superhéroe, esa figura que fuera de una plaza de toros únicamente existe en fábulas y películas, surgía allí, delante de todos…

El tercio de varas y los rehiletes de rigor no daban cabida a la ilusión, ni siquiera el exquisito trato del capote de Curro Javier pudo revertir la pastueña y desarazada embestida del astado. Solo quedaba un milagro, quizás, el último milagro…

Y sin titubeos, con las plantas bien asentadas, y cargando la suerte- que dicen los puristas- le endosó Morante una tanda de derechazos de una pureza rutilante. Los tendidos se resquebrajaban en olés sentidos, y los aficionados saltaban de la piedra, locos de júbilo. El torero había prendido la mecha de la verdad, y esa dinamita explosionó con agresividad en cada uno de los allí presentes.

Las tandas venideras fueron de enorme calado, pero para entonces, ya no quedaba ni una pizca de cordura, y era demasiado tarde para hacer uso de la siempre pertinente lógica. El torero, abandonado en su máxima expresión, suicida por momentos, libraba las embestidas del astado conduciéndolas a escasos milímetros de su faja, ya calada de sangre.

En la última tanda, el toro, amarrado al piso, se frenó, soplando sobre las femorales del torero. Fue entonces cuando la muerte, atónita, huyó despavorida ante la colosal figura de Morante de la Puebla.

Los tendidos eran una caldera, y los aficionados, muchos en pie, esperaban la suerte suprema. Hasta en dos ocasiones se le vino «Tripulante», impidiendo hacer uso de la tizona, como si fuera conocedor que el fin, cada vez estaba más cerca. Citó, le echó la muleta a las pezuñas, y el acero fue penetrando a cámara lenta en el mismísimo hoyo de las agujas. Estoconazo fulminante, con los pies hundidos en la arena, como el mismísimo Rafael Ortega, que derrumbó en pocos segundos al toro. Morante había concluido una obra mayúscula, cincelada sobre el valor del que no conoce el significado del miedo, abandonado a su suerte, que fue la de todos.

El presidente concedió las dos orejas, que recogió visiblemente emocionado. La plaza, a excepción de un puñado de «hoolingans del toro», era un clamor. Y es una pena que haya gente tan insensible, que, en un alegato de atrevimiento, se creen en potestad de juzgar con números una obra de arte. Cuando el toreo emociona, excita, conmueve, entusiasma, enardece… no hay números que valgan, sino sentimientos a flor de piel, desbocados por el arte, en este caso, de la siempre noble tauromaquia.

La plaza se fundía entre palmas y conversaciones con compañeros de tendido. Fue entonces cuando, a la altura del burladero del 8, Morante, en soledad, se dirigió a los mismos medios. Y allí, contra todo pronóstico y sin aviso previo, se echó mano a la castañeta, para poco a poco ir desatándosela. Las lágrimas corrían a toda velocidad por la cara de José Antonio, y de muchos aficionados, que estupefactos, negábamos lo que la realidad nos ofrecía en nuestras mismas narices.

Morante decía adiós. El toreo quedaba huérfano. El mayor exponente del arte taurómaca se cortaba la coleta, tras abrir la puerta grande de las Ventas. Una amalgama de sentimientos negativos virilizaba a los aficionados, que, entre lamentos y lágrimas, tuvimos que aceptar por estricta imposición, esta desoladora noticia.

La puerta grande, su última salida a hombros, fue mucho más que apoteósica. Miles de personas abarrotaban la explanada de las Ventas. La puerta de Madrid se abrió, y una marea humana procesionaban junto a la figura de Morante de la Puebla, coreando a lagrima viva su nombre. La emoción subía por instantes, la temperatura se disparaba, fruto de la pasión del momento. Morante se despedía del toreo, vestido de Chenel y oro, un 12 de Octubre en Madrid, cosas del destino… La furgoneta blanca marchaba dirección al Hotel Wellington, dejando atrás desoladoras estampas, fruto de la impotencia que genera saber que nunca más volveremos a ver vestido de luces a Morante de la Puebla.

Sin duda alguna, el torero más completo de todos los tiempos, con un concepto que ha ido madurándose tarde tras tarde, para alcanzar la más sublime de las excelencias en esta temporada. Ser Morantista no es amar a un torero -que también- sino una forma de entender la vida, de imprimirle arte a cada segundo de tu existencia.

Abandonaba cabizbajo los aledaños de las Ventas, y a escasos metros también volvían, con la camisa rota, y el alma destrozada, dos amigos.

Uno le preguntó al otro… Y después de Morante, ¿Qué?

Y el otro le dijo al uno, después de Morante, «naide».

Obstinado, volvió a preguntar… Y después de ¿«naide»?

Después de «naide», «naide».

Y ambos rompieron a llorar al unísono…