Ninguno de los que llevan en la solapa el horroroso circulito de colorines puede presumir de llevar más de un milenio siendo sostenibles. Muchos de ellos arrastran un complejo -a lo mejor de varias generaciones- que les hace adoptar el conocido fervor de la fe del converso frente a quienes con toda naturalidad lo son desde hace siglos. Y muchos.

Sostenible es el adjetivo de moda. Pero de moda por imposición. Ahora lo que no es sostenible es repudiable, condenable a la cancelación como poco. La mayoría de los políticos lo introducen en sus mensajes aunque estén hablando de otra cosa. Hoy queda bien ser sostenible, aunque te consideres parte del selecto club que nunca te admitirá. La represión de los complejos pasa a veces por momentos humillantes, como vemos a diario.

Esta semana se ha hablado de sostenibilidad en la Mezquita Catedral de Córdoba. El Cabildo ha presentado un informe que demuestra que las emisiones de CO2 en el templo son insignificantes, ridículas, equivalentes a las que emiten en un año 24 españoles o 35 andaluces, que será porque en esta región somos más finos y lanzamos menos metano al espacio.

Hablar de sostenibilidad en el principal templo de la Diócesis es una redundancia, pero hay que hacerlo para que no surja ningún ambientalista sobrevenido y nos dé la chapa. El análisis elaborado por la empresa chilena Greening es un trabajo serio, que ha examinado concienzudamente el consumo de combustibles, el gasto en energia eléctrica y en locomoción con un saldo más que favorable.

En definitiva: nada nuevo en un monumento que es sostenible desde sus inicios y que no necesita presumir de ello. Una persona que conoce la Mezquita Catedral mejor que yo me advertía días después de conocer el resultado del análisis sobre sostenibilidad que este concepto tan de moda en la actualidad se está aplicando en el monumento desde sus inicios. La génesis del templo, la primitiva mezquita de Abderramán I ya era sostenible, dado que fue construida con lo hasta ahora se ha conocido como material de acarreo cuando debe ser llamado material de reciclaje, que suena menos despectivo y tiene el valor añadido de contar con la aprobación de todas las instancias oficiales.

Esos capiteles, fustes y basas de edificios anteriores llevan ahí nada menos que 1240 años como prueba sólida de que el edificio no tuvo reparos es vestir ropa de segunda mano, en lucir lo que otros ya lucieron. Ni se suben al carro de lo sostenible y miran a nadie por encima del hombro por serlo desde hace más de un milenio. Elegancia se llama.

No es éste el único caso. Lo que ahora nos venden como lo más ‘in’ es algo que se ha hecho toda la vida hasta el surgimiento de esta generación que se niega a aprender de lo bueno del pasado. Será porque nunca han devuelto a las tiendas los cascos de gaseosas o porque aún no han descubierto que una parte de la gastronomía, acaso la más tradicional, se llama de aprovechamiento. Fijo que algún día de estos nos descubren las ventajas de comprar el pan con una talega de tela.