El pasado jueves, el expresidente del Gobierno Mariano Rajoy presentó en Córdoba su nuevo libro El arte de gobernar en el marco incomparable—esta vez sí, sin tópicos— del casi bicentenario Salón Liceo del Real Círculo de la Amistad. Eligió Córdoba tras la primera presentación en Madrid como deferencia a la editorial Almuzara, de su amigo Manuel Pimentel, sello con sede en la ciudad y responsable de la publicación. Las circunstancias de ese 27 de noviembre fueron, cuanto menos, elocuentes: mientras Rajoy recibía un baño de cariño en el Círculo, quien defendió la moción de censura de 2018 que lo desalojó de la Presidencia, José Luis Ábalos, ingresaba en prisión por el 'caso PSOE' —o 'caso mascarillas', según quién lo enuncie—. Había munición para la ironía, para la justicia poética y para la frase fácil de que «el tiempo pone a cada uno en su sitio». Pero Rajoy no la utilizó. Ni una referencia, ni un gesto hacia los periodistas que se arremolinaban en el hall en busca de unas declaraciones.

Lo dijo todo en el acto sin citar a nadie: habló de prudencia, de la dificultad de gobernar afrontando la realidad, de no tomar decisiones solo para aparentar que se toman, de no odiar a nadie, de defender la independencia de los poderes del Estado y de salvaguardar la democracia de la demagogia y la posverdad. Habló de su libro, sí, pero también de valores. Habló de la política como servicio, no como oficio. Y lo hizo con la retranca y el sentido del humor que le caracterizan, arrancando risas, complicidad y, en no pocos, una punzada de nostalgia. Nostalgia de lo que perdimos cuando la democracia, desde sus propios mecanismos, facilitó la llegada de una cohorte de tahúres, oportunistas y sinvergüenzas que, al grito de regeneración, han generado exactamente lo contrario: crisis institucional, desafección social y deterioro democrático cuyo alcance todavía no somos capaces de medir, navegando entre una corrupción incomparable en todos estos años desde la muerte del general.

Rajoy acumuló críticas durante su etapa en La Moncloa. Fue objeto de chanzas por su supuesto inmovilismo y por decisiones —y omisiones— que aún hoy se discuten. Nadie es perfecto y a él le tocó gobernar un país en quiebra, no solo por una crisis mundial, sino por la gestión del Ejecutivo socialista anterior. Lo hizo como pudo o como le dejaron. Pero supo marcharse con altura democrática y sin llamar a la confrontación, incluso con aquella espantada final en el Congreso, tan humana como discutida. Y ahora reflexiona sobre todo ello en un libro que recorre cuarenta años de ejercicio político, parte de un pasado que, visto desde hoy, resulta casi templado y sensato frente a este presente erosionado por la corrupción, dominado por un presidente cesarista, narcisista y desbordado de ambición, para quien la democracia ha sido únicamente el instrumento —maleable y utilitario— para alcanzar y conservar el poder, aun al precio de fracturar un país entero.

El jueves en Córdoba muchos lamentaron —aún más— lo que hemos perdido. Y lo mucho que queda por recuperar. Pedro Sánchez podrá conservar el poder; lo que nunca tendrá es un Salón Liceo lleno de respeto, admiración y cariño como el que acompañó a Mariano Rajoy. «Solo cuando se pierde el poder se cosecha la verdad de lo sembrado», advirtió Manuel Pimentel.

Cuánta razón.