No hace muchos días leía en una reseña literaria sobre el mismísimo Charles Dickens que «la novela puede ser la forma más elevada del pensamiento y, asimismo una herramienta de compasión capaz de encender en el lector no sólo lucidez sino también piedad». Esta misma compasión y piedad, así como lucidez, se pueden encontrar en la página más insospechada del autor más aparentemente díscolo. Prueba de ello es este pasaje de una novela que quisiera evocar en el que se puede hallar el sermón más brillante que uno pudiera escuchar en los próximos días. Ya lo expresó Paul Celan en su poema dedicado a Hölderlin: «si viniera un hombre / … solo le sería dado / balbucir y balbucir».

El sermón es predicado por el padre Abundio a la comunidad española en el París ocupado de la II Guerra Mundial; «un París que se iba convirtiendo en una cárcel que escondía en sus sótanos los monstruos más variopintos, los crímenes más vitandos, las quimeras más inconcebibles, toda una fauna de gentes extraviadas que se recluían cómodamente en la jaula de sus manías». En su sermón, soltado «de corrido» y «sin consultar un solo papel», el padre Abundio perora sobre una Navidad que es «trastorno del universo» y un adorar que ya no es un «elevar los ojos a un cielo vertiginoso e inescrutable» que sobrecoge con «su inmensidad». La Navidad es «reparar en la fragilidad de un Niño que gimotea entre la pajas». El padre Abundio se recrea en la contemplación de unas manos que «habían modelado las estrellas» y que ahora, de repente, se han transformado «en unas manecitas diminutas» puesto que «la grandeza inabarcable de Dios se torna fragilidad de un Niño recién nacido que se amamanta a los pechos de su Madre». Con no poca unción asevera: «Omnipotencia y desvalimiento, divinidad e infancia, que hasta entonces eran conceptos enfrentados, se anudan, formando una amalgama única que desafía las leyes físicas».

Para el padre Abundio es natural que solo los niños sepan explicar este misterio «puesto que Dios decide hacer niño para consumar este trastorno» y que sean los niños quienes más gozosos se muestran en estas fechas, pues «intuyen que al fin se les ha hecho justicia, que al fin se ha reconocido el pálpito de divinidad que anida en sus cuerpecillos todavía enclenques». Además de que al fin los adultos – «dedicados durante el resto del año a reprenderlos y fastidiarlos» – «han descubierto que, si desean salvarse, tendrán que hacerse como niños, participando de sus ilusiones y abandonándose a la sublime locura de la inocencia».

Dicho esto, el sermón se adentra por la curiosa espiral de la arquitectura inverosímil y las proporciones caprichosas de «los belenes» montados por los niños. De tal manera que si «la Navidad es un trastorno del universo, nada más natural que las perspectivas y proporciones queden abolidas, nada más lógico que los anacronismos campen por sus fueros, nada más congruente que la meteorología se alborote y contradiga, que el mundo entero se allane y sojuzgue al soplo creador de los niños, a su inventiva disparatada, a su genial sentido artístico, que halla armonía en medio del caos». «La voluntad loca de sus creadores» hace posible «valles y montañas donde a un tiempo es invierno y estío» que «no representan sólo un instante preciso de la Historia, sino también una disposición perenne del hombre, un estado del alma que se sobrepone a lugares y épocas y confluye en esa cueva sobre la que se ha posado, para consumar el trastorno de universo, una estrella». El padre Abundio, que tantas veces escuchó en el noviciado el benedictino Operi Dei, nihil praeponatur, indica que «a este perenne estado del alma los llamamos adoración». No en vano, «desde la Navidad ya nunca más será una adoración temerosa, sino gozosa y enternecida, ilusionada y anegada por la sublime locura de la inocencia»; una adoración que «significa volver los ojos a la tierra, incluso zambullir nuestra mirada en la oscuridad lóbrega de una cueva». «Todo esto lo saben los niños sin que nadie se lo haya explicado».

Hasta aquí el sermón del padre Abundio; sermón que, por otra parte, hizo «mella» en la mente y el corazón del «Fernando Navales» – probablemente la antítesis de aquel personaje moderno en su sentido más esencial que no quiere redimirse ni reparar - de Juan Manuel de Prada en Mil ojos esconde la noche. Cárcel de tinieblas (Barcelona 2025).

¡Felices Pascuas!