Amores que matan
El ser humano moderno ha entregado parte de su humanidad. Le cuesta entender que algo tan pequeño y vulnerable pueda estar solo y, sin embargo, no estar abandonado
Cría de corzo
¿Qué pensaría una madre que pasea con su cochecito por el parque si viera a una corza asomarse a la cuna y pellizcarle los mofletes a su retoño mientras se hace un selfi? No quiero ni imaginar los gritos despavoridos de la progenitora, tecleando cual posesa el número de la Guardia Civil en su móvil, si simplemente otro humano protagonizara ese gesto.
En un escenario orwelliano, probablemente tampoco lo entendería. Como en la vida real —esa que nada tiene que ver con esos mundos de Yuppy almibarados y políticamente correctos— tampoco lo entendemos quienes conocemos algo de campo. Por eso, desde hace más de dos décadas, la Asociación del Corzo Español trabaja para dar a conocer esta realidad a través del Proyecto Corcino: una campaña de sensibilización que desmonta mitos, ofrece soluciones y enseña a convivir con la naturaleza sin perturbarla. Aun así, cada primavera hay quien se interna en el monte, se topa con una cría de corzo, la acaricia, la fotografía y, en el peor de los casos, la recoge para llevársela a casa.
La imagen se repite cada año. Con la llegada del buen tiempo, el campo se llena de flores, de excursiones, de perros sueltos y de gente que mira sin saber lo que ve. Entre los pastos, las corzas dan a luz en silencio. Escogen rincones discretos, bien cubiertos, donde depositan a sus crías. Esos corcinos, inmóviles y sin olor, pasan días enteros camuflados, como si no existieran. Esa es su estrategia durante sus primeras semanas: confundirse en el entorno para no ser detectados.
Pero el ser humano moderno ha entregado parte de su humanidad. Le cuesta entender que algo tan pequeño y vulnerable pueda estar solo y, sin embargo, no estar abandonado. Dentro del imaginario urbano persiste el viejo mito: si una cría ha sido tocada por un humano, su madre la repudiará. Ese error, tan extendido como equivocado, ha sido el detonante de miles de falsas buenas acciones: recoger polluelos caídos del nido o corcinos entre el cereal, convencidos de que así los salvan. Nada más lejos de la realidad. En la mayoría de los casos, la madre está cerca y pendiente. Lo mejor que puede hacerse ante un pollo es dejarlo bajo el árbol del que cayó, o en un lugar seguro cercano al nido. En el caso de un corcino, lo correcto, alejarse sin dejar rastro. Porque lo que se percibe como un gesto compasivo es, en realidad, una de esas buenas acciones que solo son buenas en la cabeza de quien no conoce el alcance de sus actos.
En los últimos tiempos asistimos al bochornoso espectáculo de las redes sociales, donde, por alimentar el ego digital, la fauna salvaje —humanizada e indefensa— es masacrada. Por la estulticia de subir un falso instante de ternura al escaparate universal de quienes confunden la realidad con el algoritmo. Por esa fiebre moderna de convertir cada hallazgo en contenido viral, como si la ternura exigiera filtros y hashtags.
Mientras tanto, el corcino, expuesto, manipulado, olfateado por un perro, señalado por nuestra presencia, pierde su anonimato vital. Y si no muere por estrés, lo hará por hambre, por deshidratación o bajo las ruedas de un coche en una cuneta.
Las amenazas también se producen durante las labores agrícolas, tan necesarias como previsibles
Desgraciadamente el problema no se limita al selfi del domingo. Las amenazas también se producen durante las labores agrícolas, tan necesarias como previsibles. Las corzas y otras tantas especies, suelen parir en parcelas sembradas en otoño con mezclas forrajeras como veza, avena o triticale, que en esta época ofrecen cobertura vegetal densa y refugio térmico. Pero durante las labores agrícolas —especialmente durante la siega en verde— muchas crías quedan atrapadas al paso de las cuchillas, dejando a su paso un escenario dantesco e indeseado. Una tragedia silenciosa, tan conocida como poco visible. Pero evitable.
Cartel del Proyecto Corcino 2025
Desde el Proyecto Corcino, la Asociación del Corzo Español lleva años promoviendo medidas eficaces para minimizar esta mortalidad: revisar los campos al amanecer, segar desde el centro hacia los bordes, formar a los operarios, marcar zonas sensibles o utilizar drones térmicos cuando el tamaño de la parcela lo permite. Fomentando iniciativas que en zonas corceras de otros países centroeuropeos, donde el corzo lleva más tiempo conviviendo con nosotros, ya se aplican con éxito e incluso se involucra a escuelas rurales, donde los niños colaboran en la señalización, y protección de la fauna durante las labores agrícolas, formando estas prácticas parte esencial de su formación académica y humana.
Y el corcino no es el único. La primavera es temporada de cría para muchas especies que anidan o paren en el suelo: aves esteparias, anátidas, aláudidos, micromamíferos… Todos ellos dependen, de la invisibilidad y del sentido común; de que ningún descerebrado decida «rescatar» lo que no está perdido. Desgraciadamente no se puede olvidar, lo que nunca se ha aprendido.
En un país donde el campo se ha convertido para muchos en el plató fotográfico de un parque de atracciones, el reto no es solo ambiental: es cultural. Hay que reconciliar la mirada urbana con la realidad del campo. Comprender que la mejor manera de amar la naturaleza es conocerla, saber interpretarla.
Hay puertas que no deben cruzarse, criaturas que no necesitan caricias y escenas que, por mucho que te creas «el rubito del helicóptero», solo deben observarse desde la distancia. El corcino, que descansa en la espesura, no necesita que lo acaricien. Solo necesita un par de horas más de Ciencias Naturales y algo menos de TikTok.
Laureano de Las Cuevas Álvarez, es cazador, corcero, y miembro de la Asociación del Corzo Español