La caza: instinto y reto
Puede ocurrir y ocurre que el cazador se imponga limitaciones en su actividad para mantener la liza y no utilizar técnicas o medios desequilibrantes. Así queda expresado el reto, la apuesta contra las fuerzas de la naturaleza

Fotografía de un cazador
La caza, esa actividad ancestral cuya antigüedad se pierde en la noche de los tiempos, está falta de la definición que la retrate y ajuste. José Ortega y Gasset en su famoso prólogo no llega a hacerlo, examina distintos caracteres que son necesarios y la condicionan y, a través de negaciones, llega a una descripción más que a una síntesis definitoria: «Caza es lo que un animal hace para apoderarse de otro que pertenece a una especie vitalmente inferior a la suya».
Al hablar de una acción animal está señalando una norma de la ley natural de los animales, es decir, un instinto. Efectivamente se trata del desarrollo del instinto de predación que el hombre, como animal superior posee. La posición de sus ojos situados en el mismo plano lo denuncia porque esa circunstancia le ofrece una visión con relieve con la que mide distancias, imprescindibles para que su ataque sea certero. Los animales presas tienen los ojos situados a los costados de la cabeza para cubrir un arco muy extenso, de casi trescientos sesenta grados y esa visión panorámica le permite descubrir a sus enemigos y huir.
Habrá, pues, que continuar el ensayo orteguiano para penetrar en su esencia y definir lo que es constitutivo. Se presentan tres condiciones determinantes: la primera y principal es el salvajismo de las presas que obliga al predador a emplear toda su potencia para domeñar la capacidad de huida de los otros animales.
La segunda de las condiciones es subsiguiente a la anterior, el esfuerzo, no sólo porque lo que es costoso revaloriza los resultados, sino también porque obliga a un permanente ejercicio para mantener la forma física y que los ataques sean fructíferos.
La tercera es la incertidumbre. Ortega habla de escasez que efectivamente puede ser causa de incertidumbre, pero lo esencial es que no exista garantía de éxito que destruye la lucha convirtiendo el reto en mera recolección.
Las tres circunstancias condicionantes componen en la naturaleza el acto de la cacería, así es la caza de los animales, mas el hombre no es sólo materia tiene un componente espiritual que lo transforma y enaltece: ese componente aquí lo llamamos ética y obliga a que en el desarrollo de un instinto existan también normas que lo mantengan en el equilibrio que marcó la naturaleza, no trucando ese equilibrio con prácticas o instrumentos en el que la presa quede tan disminuida que resulte desvalida.
Esa extraña dualidad de soñar con una naturaleza paradisiaca, sin espinas, cardos ni abrojos, y rechazar la real que empieza donde acaba la urbe es la que niega la cacería
Ahora, quizás podemos ya intentar expresar una definición: caza es el desarrollo del instinto de predación, que guiado por la ética, mantiene el reto por el que el entendimiento del hombre vence la superioridad física de las piezas.
Dicho lo dicho, puede ocurrir y ocurre que el cazador se imponga limitaciones en su actividad para mantener la liza y no utilizar técnicas o medios desequilibrantes. Así queda expresado el reto, la apuesta contra las fuerzas de la naturaleza.
Resulta erróneo, por tanto, considerar la venatoria un deporte, pues en el deporte el desafío es contra un igual, otro humano, circunstancia que no existe en la caza. El deporte consiste en vencer a un semejante, en la caza es dominar la naturaleza, en el deporte basta con la superioridad sobre el oponente, en la caza es el buen hacer. En uno importa el resultado, en la otra prevalece el cómo. Dos adverbios, cómo y cuanto separan una actividad de la otra.
En la caza hay muerte y es tan grande el valor de la vida que esa circunstancia hace que sea vista con repulsa por un sector de la sociedad. Después de la Segunda Guerra Mundial, el recuerdo de los sufrimientos padecidos por toda la población ha originado un rechazo frontal a toda violencia, sin distinción, en defensa propia o injusta, con razón o sin ella, el rechazo se identifica con la sensibilidad de las personas y de un modo especial ese sentimiento se agudiza en las ciudades.
La técnica ha igualado los climas con el aire acondicionado, los transportes han borrado las distancias, el ocio se ha apoderado de las personas y una cultura del bienestar ha vuelto hedonista a la sociedad que huye del esfuerzo y del dolor. Esas circunstancias se extreman en las ciudades cuyos ciudadanos han perdido todo contacto con la naturaleza y no saben que en la creación todos viven de otros, los vegetales del agua, los pájaros de los insectos, las rapaces de sus presas y los carroñeros de la muerte.
Se vive un mundo artificial en el que no hay dolor y se olvida que éste es un aviso y defensa del organismo frente a daños. Ese mundo de color rosa rechaza la caza y no reconoce que se alimenta de animales a los que se ha quitado la vida para dar proteínas a los humanos; se mima a las mascotas y no se desean los hijos.
En cambio, quienes viven en el campo ven parir y morir a los animales y gustan del vuelo de la perdiz pero también la saborean en el puchero, saben que para recoger el trigo hay antes que cavar la tierra, sufren de frío y de calor y no se engañan con imágenes idílicas; viven realidades y aceptan la caza como una parte de la naturaleza.
Esa extraña dualidad de soñar con una naturaleza paradisiaca, sin espinas, cardos ni abrojos, y rechazar la real que empieza donde acaba la urbe es la que niega la cacería. Es sobre todo fruto del desconocimiento -a veces se inmiscuye la ideología- y más que combatir esa postura como adversa, convendría instruirla de la realidad porque la naturaleza tal y como es, áspera e incómoda, irradia una belleza que sencillamente cautiva.
- El marqués de Laserna, Íñigo Moreno de Arteaga, es Académico de Honor de la R.A. de la Historia