En Extremadura
Los viejos pastos secos se renuevan en un verdor de incipientes hierbas nacientes. Encinas que bailan los vientos solanos. ¡Viento solano... agua en la mano! Y jaras regalan destellos de plata y olores profundos que avivan en el alma recuerdos de mundos perdidos que vuelven...
Cazadores acuden al puesto en una montería
Queridos incautos: En la oscura noche extremeña, piedras viejas y montes santos anteceden a mi vertiginosa llegada a una cena profusa que va feneciendo. Cómo odio llegar tarde. Amigos de siempre, parientes, amigos de mi padres y amigos de mis hijos. Un universo afín que alegra la vida y acompaña a la existencia. Nada hay más importante que la amistad.
Moderación con los vinos. Que enturbian la sensatez y desatan los nudos que sujetan la imprudencia. Duelos semánticos y puñaladas dialécticas, que roban a las bellas sonrisas y alguna carcajada a los malvados. No hay mayor muestra de camaradería que zaherir al buen amigo.
Tras la noche de sueño difícil que malsosiega los nervios, se mezcla la lluvia con la pasión... y se prende en obsesión... alcanzan la paz en una tenue calma de madrugada, cargada de aires suaves y rocíos despiadados. Tras el desayuno se avivan los rescoldos de la hoguera de las vanidades: Procesión de coches lujosos impolutos... cortos de barro y sobrados de cera.
Al sorteo llega el nuevo. Con ademanes imperiosos bajo prendas recién compradas para ser aceptado en un mundo elitista que desprecia a novatos. Es gente de mando, Y quiere que lo sepas. Cierta impudicia en sus maneras altaneras. Mirada torva y agria, intentando apabullar con sus criterios, que aún errados son siempre firmes. Muy firmes. La acritud es un escudo contra la burla.
Mucho después, al final, cuando todo acaba y el monte se va apagando teñido de rojo, por el crepúsculo ensangrentado del cielo, te lo encontrarás ya desnudo de prejuicios. Y tras la máscara se esconde a un tipo estupendo. Las más de las veces demasiado orgulloso para reconocer que está aquí para aprender. Como todos. Nadie nace sabido.
Sacan número desconocidos que llegan, saludan profusos mirándote... y te juzgan. Unos retiran su mirada, con actitud casi sañuda. ¡A ciertas edades la timidez es casi una afrenta! Otros, solícitos y obsequiosos, me llaman por mi nombre. Lo cual me confunde y me hace sentirme culpable. ¿Cuántos me conocen a mí y yo a ellos no? En mi trasteado espíritu pecador, las hieles de la malicia me hacen preguntarme si es por simpatía... o por escalar algún peldaño por salir algo de esa escalinata del purgatorio en el que encierran a los nuevos los viejos maestros del monte.
Luego, al campo. Los viejos pastos secos se renuevan en un verdor de incipientes hierbas nacientes. Encinas que bailan los vientos solanos. ¡Viento solano... agua en la mano! Y jaras regalan destellos de plata y olores profundos que avivan en el alma recuerdos de mundos perdidos que vuelven...
Los perros ladrando, gruñendo, corriendo avasallan el monte... que estalla en mil carreras
Suenan las caracolas... los gritos pavorosos de hombres fieros y el suelo tiembla trémulo cargado de carreras. Los perros ladrando, gruñendo, corriendo avasallan el monte... que estalla en mil carreras. Entonces se evaporan los humos de los fastos y de las parsimonias, y vuelven los gritos salvajes de esta raza de hombres capaces de matar… y de morir, si hiciera falta.
El espíritu se eleva bajo un cielo plomizo. Agua helada que lloran las peñas del collado bravo, aquel que apuñalan las nubes. Y en lo más profundo de mi alma acallo un rugido que orgullosamente agradece al altísimo, el honor tan grande de haberme nacido español.
El conde de Teba, Jaime Patiño Mitjans, es arquitecto y ganadero