Quién pudiera comprar el tiempo

Más de trescientas perdices fue la alfombra que decoró el campo de ese caballero campechano, bodeguero y oleicultor, amante de la caza

El equipo de la jornada.

¡Ay, el tiempo! Quién pudiera comprarlo con dinero. Quien pudiera detenerlo en la alegría y hacerlo galopar en la desgracia. Amigo y enemigo a la vez. Un traidor en toda regla que tiene marcada la baraja antes de repartir las cartas. Ese correr de las agujas del reloj o, volviendo la mirada hacia tiempos pretéritos, ese caer de la arena entre las frágiles ampollas de cristal, avanzando sin ataduras, sin nada ni nadie terrenal que lo someta, presumiendo ante los hombres de ser dueño de sí mismo.

Segundos que se te hacen días y días que se te hacen segundos. Realidad subjetiva que todos sufrimos en nuestras carnes, porque si no lo experimentas o eres un muerto en vida o careces de sentimientos. Esos minutos eternos a la espera de que se inicie el sorteo, donde el tiempo ha hecho un pacto con el diablo y ha decidido meter el freno, congelar su carrera, hasta que el capitán de montería, con corbata y gorra visera, aparece portando en su rostro la deseada buena nueva, junto con ese cesto de mimbre donde duermen los sobres de los puestos llevando la suerte escrita. Qué diferente es ese mismo tiempo cuando el marco que te acoge es trasladado a un salón caldeado, con la chimenea lanzando llamas al ambiente, las risas golpeando las paredes y las conversaciones con amigos colándose en tu existencia, reviviendo gloriosas jornadas de caza. Las horas se convierten en suspiros y cuando vuelves a depositar tu vista en esa esfera que protege al minutero, ves que la madrugada se ha echado encima a la misma velocidad que una estrella cayendo del firmamento.

Pasado, presente y futuro. El ayer, el ahora y el mañana. Tres eslabones de la cadena de la vida que se unen sin pedir permiso y lo que ahora es el futuro se convierte en el pasado antes de poder sacarle todo el jugo que llevaba, sobre todo cuando lo esperas y lo deseas con garra y con ansia. Con ilusión y emoción. Con ganas.

Otra vez más el tiempo me dio una puñalada por la espalda ganándome la partida, por lo que no me queda más remedio que disfrutar con el recuerdo de aquel día ya vencido. Una jornada que se escapó de mis manos como el agua cristalina de ese manantial bendito que es mi vida.

Allá cuando el verano estaba apurando su última luna llena, una invitación inesperada hizo acto de presencia en mi rutinaria y extraordinaria vida en el campo. Había sido convocada a una cacería de perdices, en la misma tierra que el caballero andante más famoso, junto a su fiel escudero, luchó contra gigantes y ganó la gloria para su amada Dulcinea.

Más de treinta días por delante es el tiempo que restaba para echarme la escopeta a la cara y disfrutar del vuelo de las patirrojas entrando en mi postura. Treinta días con sus noches fueron pasando lentamente mientras mi imaginación correteaba al compás de los cantos de jácara y el batir de las alas. Treinta días, treinta, para disfrutar del campo haciendo lo que me gusta en la mejor de las compañías.

Con el petate preparado, las bolsas de cartuchos repletas, las espingardas en perfecto estado y las ilusiones desbordándose por cada poro de mi piel, llegó la hora de emprender el viaje a esa Castilla la Nueva que desprende caza y tradición por cada retama que la puebla.

La jornada comenzó cuando ya el sol se había desperezado. Abierta nos esperaba la puerta de la casa de los anfitriones. Saludos, palabras de cariño y conversaciones amigables acompañaron las migas humeantes del desayuno. Unas indicaciones concretas y el rezo de un Padre Nuestro marcaron la partida hacia el cazadero. Tres ojeos teníamos por delante, un tentempié de categoría entre medias.

Ocultos tras la pantalla esperábamos con ansia la venida de los pájaros. Mano a mano, mi marido y yo, nos dividimos el tiradero durante los tres asaltos. Hubo tiros de película, otros mejor no recordarlos. La mano se corrió bien en numerosas ocasiones, otras no lo suficiente y los perdigones se perdieron entre la copa de los quercus. Perdices entrando de cara rompiéndote el cuello al apuntarlas. Otras planeando bajas librándose del trallazo. Petirrojas haciendo la torre. Otras pegadas de ala. Tiros y más tiros retumbando por el cerro y los sembrados… Perchas copiosas colgando de la cintura. Perros cobrando las presas. Cantos de reclamo proclamando su victoria. Olés y felicitaciones a los puestos colindantes. Camaradería y risas regando la tierra. Más de trescientas perdices fue la alfombra que decoró el campo de ese caballero campechano, bodeguero y oleicultor, amante de la caza.

Gracias, Enrique y María. Gracias, señores del Águila, por regalarme ese día que surcó la Mancha más veloz que el vuelo de las perdices. La espera mereció la pena. Y aunque la mañana se convirtió en relámpago y las horas en un instante, me queda la memoria para no olvidar mientras viva esa cacería por tierras toledanas.

  • Cristina Clemares Pérez-Tabernero es ganadera y cazadora. Tiene el premio Jaime de Foxá de periodismo venatorio