La isla de los piornos

No entraba nada. Solo demasiadas gaviotas que Carlos se atrevió a tirar. Eran picofinas. Le regañé. Me daba reparo pues no se debían matar. El perrito salió a cobrarla y entonces se tiró toda la bandada a por él

El embalse de Castrejon.

Queridos Incautos: Ventosilla está épicamente ligada al avasallador Río Tajo. La contorneaban meandros en forma de flor de Lis conformando una fértil vega, hoy sumergida. El poderoso río sería amansado en el año 1967 cuando construyeron el mal llamado pantano de Castrejón, pues en su mayor parte inunda nuestras tierras.

Mi abuelo allí nació y su vida siempre fue el Tajo. De niño buceando pescaba hasta 3 peces; sacaba uno en cada mano y otro en la boca. Barbos y Carpas. Pero su pasión era la piragua. Bajaban navegando desde aguas arriba en Toledo, en una epopeya de varios días. Comían lo que pescaban y sobre todo de lo que cazaban. Dormían en las islas. Había rápidos peligrosos. Llevaban las escopetas atadas a la piragua. Las culatas les ayudaban como improvisados timones.

Allá por los 50, los Finat, nuestros inmemoriales amigos y tan queridos vecinos del Castañar, quisieron emular las hazañas. Acudieron a preguntar a mi abuelo que les desaconsejó. En aquella época aquel bravísimo Tajo tenía súbitas crecidas y aguas traicioneras. Hicieron caso omiso. La expedición acabó en tragedia. Los dos primos Finat, Mayalde y Asprillas, se ahogaron en una tragedia que conmovió al país y movilizó a un gentío en su búsqueda hasta que aparecieron ahogados aguas abajo.

Corría aquel verano de 1976. El pantano aún amansado, todavía tenía cierta profundidad que permitía navegarlo. El abuelo inicialmente trajo una preciosa barca para hacer esquí acuático. Con el tiempo se tornó inútil pues se fue anegando por los sedimentos. Hoy día en su mayor parte es poca agua y mucho fango. El lecho del cauce varía caprichosamente. Aparecen y desaparecen islas de espadaña que lo convierten en el paraíso de los patos.

Cuando la inmensa motora se tornó inútil, el abuelo trajo un pequeño bote con la quilla plana y un motor fuera de borda que era lo máximo. Entonces aún aparecían los cadáveres de los árboles inundados. Confirmaban el caudal pues marcaban las antiguas orillas del cauce primigenio. A lo lejos se veía la misteriosa pequeña isla de los piornos. Con buen arbolado de chaparros, gardaberas, chopos y alamos blancos. Y unos nacientes carrizos en sus orillas. Allí acudían las grajas a la dormida. Una tentación irresistible.

Convencimos a mi abuelo, que odiaba las grajas para que nos dejara la barca. Con bastante reparo nos la dejó. Saldríamos desde el embarcadero. Pero la barca no estaba allí. Había que transportarla desde el garaje. Ufff…Otra vez a pedir. Esta vez la bamboleante furgoneta dos caballos de los espárragos, donde el paciente Fermín me enseñaba a conducir a mis incipientes 16 años.

Allí metimos la barca, el motor, la gasolina, las escopetas del 28, los cartuchos y al Búnker mi precioso cachorro de labrador

De mala gana nos la dejó también. Tal vez recordaba su niñez. Cuando su padre al marchar les prohibió terminantemente tocar su coche. El Rolls acabó en el Tajo y lo tuvieron que sacar con unos bueyes.

Carlos, mi primo y perpetuo camarada, es unos meses mayor que yo. Siempre discreto, es la mejor escopeta. Hoy en dura pugna con nuestro primo Antonio, entonces un niño de apenas 10 míseros años, descartado por su juventud. Allí metimos la barca, el motor, la gasolina, las escopetas del 28, los cartuchos y al Búnker mi precioso cachorro de labrador.

No cabía mayor aventura. Al llegar a la isla la camuflamos entre la espadaña. Que decepción… No entraba nada. Solo demasiadas gaviotas que Carlos se atrevió a tirar. Eran picofinas. Le regañé. Me daba reparo pues no se debían matar. El perrito salió a cobrarla y entonces se tiró toda la bandada a por él.

Se acabaron los reparos. Cayeron algunas. Cuando recuperé al perro que nos cobró tres o cuatro, llegaron las grajas. Eran nuestro objetivo. Matamos una docena. ¡Una más! ¡Una más!… Caía la tarde del sofocante verano. Carlos no veía el momento de quitarnos. Yo cada vez más agobiado. Después de una de nuestras fraternales mortales discusiones, por fin nos subimos a la barca. Solo para darnos cuenta que habían abierto las compuertas y el nivel había bajado estrepitosamente. Empujábamos la barca muy trabajosamente hundidos en el fango hasta medio muslo. A veces perdíamos y había que recuperar nuestras bambas Pirelli. El más popular calzado de nuestra juventud. Nos llevaría casi una hora avanzar los tristes 50 metros que nos separaban del cauce de agua. Por fin flotamos.

Entre agobios y discusiones, tirones de la cuerda para arrancar el motor, que por supuesto, se había ahogado. En uno de los infinitos tirones se enganchó mi cadena de las medallas que salió dando vueltas hasta hundirse a unos metros en funesta premonición. Los Santos nos habían abandonado.

Oscurecía. En el crepúsculo yo vislumbraba incipientes luces de faros a lo lejos. Carlos despectivamente las atribuía a los guardas. Regresar buscando el cauce no era fácil. Varias veces encallamos la hélice. De noche cerrada ya avistamos el bendito chamizo del embarcadero. Y ¡zas! Nos atascamos de nuevo y esta vez partimos el pasador. La hélice no funcionaba.

En la desesperación enfangados y a remo, conseguimos trabajosamente llegar. Sacamos la barca la metimos en la furgoneta de donde sobresalía la mitad atada con cuerdas. Carlos decidió que le tocaba a él conducir. Conocía menos la furgoneta. Tiró fuerte de aquel freno de mano… ¡Adiós!… Se quedó con la palanca en la mano. Arrancamos con la furgoneta frenada. Oliendo a quemado y acelerando a tope pues en cuanto aflojabas la furgoneta paraba en frenazos inestables con aquellos amortiguadores bamboleantes de los Citroën, que hacían que la barca amenazara con caer.

Empapados, negros de fango, y con todos los juguetes sucísimos y rotos llegamos a casa. Había una revolución. Todos buscándonos, recordando a los Finat. Nos cayó la bronca de la guerra mundial. No solo de nuestros padres y del tío Antonio que eran temibles, sino de mi abuelo que era como el trueno de Thor.

Solo amainó algo cuando presentamos la docena de grajas. Y a pesar de estar fanáticamente educados a contar la más estricta verdad, nos callamos las gaviotas. Nos hubiera caído la segunda guerra mundial.

  • El conde de Teba, Jaime Patiño Mitjans, es arquitecto y ganadero