Los miembros de una mesa electoral de Barcelona abren las urnas para proceder al recuento de votos

Los miembros de una mesa electoral de Barcelona abren las urnas para proceder al recuento de votosEFE

Cataluña

La paradoja de Cataluña: quiere tener más competencias, pero no consigue aprobar una ley electoral propia

Es la única Comunidad Autónoma que rige sus elecciones de acuerdo a normas pre-democráticas

En un país que presume de descentralización, Cataluña destaca por una paradoja que roza lo absurdo: es la única de las 17 comunidades autónomas de España que no cuenta con una ley electoral propia. Cuatro décadas y media después de las primeras elecciones autonómicas de 1980, las votaciones al Parlament siguen reguladas por una disposición transitoria de la Constitución de 1978, heredada de la Ley para la Reforma Política de 1976 y un decreto de Adolfo Suárez de 1977, es decir, normas pre-democráticas que datan de hace casi 50 años.

Esta anomalía choca frontalmente con las aspiraciones de autogobierno máximo de Cataluña, como se evidencia, por ejemplo, con la celebración del referéndum ilegal del 1 de octubre. Ahora, una Iniciativa Legislativa Popular (ILP) impulsada por catalanes en el exterior, registrada el 15 de septiembre, reaviva el debate al proponer innovaciones como una circunscripción electoral exclusiva para la diáspora, voto electrónico y delegado. Hay que tener en cuenta que la Mesa del Parlament ha paralizado la tramitación de esta iniciativa porque ha pedido un informe previo al gobierno catalán.

El Estatuto de Autonomía de 1979 ya preveía en su artículo 31 que el Parlament regularía sus elecciones mediante una ley propia, una competencia exclusiva que se ha convertido en el gran pendiente del autogobierno catalán. Las elecciones de 1980 se convocaron bajo el paraguas de la disposición transitoria constitucional, con la explícita expectativa de que el nuevo Parlamento aprobaría pronto su normativa.

Sin embargo, el consenso nunca llegó. Los primeros intentos datan de mediados de los años 90, con propuestas para adaptar el sistema a la realidad catalana, como ajustar circunscripciones para reflejar la diversidad territorial y partidista.

Cataluña tiene más formaciones políticas que la media española. En 1999, durante la legislatura de CiU, se elaboró un anteproyecto que buscaba listas abiertas y un mayor peso al voto rural, pero se archivó por desacuerdos entre PSC, PP y convergentes, que temían perder influencia en feudos como Barcelona.

Una década después, en 2010, el tripartito (PSC-ERC-ICV) vinculó una reforma al nuevo Estatuto, proponiendo una circunscripción única para minimizar desequilibrios territoriales, pero la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto la frenó, y el acuerdo se desvaneció.

El proceso independentista eclipsó más intentos: en 2012, ERC y CiU exploraron cambios para potenciar la participación, pero la crisis catalizó el bloqueo. En 2017, tras la aplicación del artículo 155, un grupo de expertos propuso una ley con fiscalización de campañas y voto electrónico, pero el Parlament, cada vez más fragmentado (hasta ocho grupos parlamentarios), lo dejó en el cajón.

«Si hay alguien que no gana, no quiere el cambio»

En total, ha habido múltiples propuestas formales, pero, como resume el catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Pompeu Fabra, Ignacio Lago, «el interés partidista ha prevalecido: cambiar el status quo implica que alguien gane y otro pierda escaños. Por eso nunca se llega a un acuerdo». Mientras autonomías como Andalucía (ley de 1986) o Valencia (1987) adaptaron sus sistemas a realidades locales, con umbrales flexibles o circunscripciones personalizadas, Cataluña arrastra un marco obsoleto que ignora su crecimiento demográfico (de 6 a 7,8 millones de habitantes) y su mosaico político.

También el profesor Lago insiste en la «peculiaridad» de Cataluña: «nosotros tenemos más partidos que el resto, tenemos una distribución también muy definida de la población. Y si no tenemos una ley electoral propia, no podemos regular estas cuestiones». Y para atender a estas situaciones características de Cataluña, dice, es necesario una ley propia. Aunque aquí, el gran talón de Aquiles está en el egoísmo de los partidos, porque según Lago, «si hacemos algún cambio, es muy probable que algún partido no gane con ese cambio». Entonces, apunta, «si hay alguien que no gana, no quiere el cambio».

¿Cómo tiene que ser una ley electoral? Primero, según el profesor, es tener claro «qué queremos ser de mayor, saber dónde ir». Y a partir de aquí, que se consiga más participación electoral, que los votantes tengan más capacidad para castigar o recompensar a políticos individuales, que haya más transparencia y más fiscalización de las cuentas de los partidos. Son cosas, dice Lago, con las que todos los partidos podrían ponerse de acuerdo.

Pero lo importante «es saber qué queremos». Por eso, el profesor diferencia las batallas. Las leyes electorales tienen un componente redistributivo, pero eso también hace difícil el acuerdo, porque se puede «castigar» a los partidos más grandes, a los más pequeños, o a los independentistas, o a los que tienen su granero de votos en Barcelona y su área metropolitana, en función de la fórmula escogida. Y nadie quiere perder y sobre todo, que el otro no gane.

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