Legionarios de guardia en Montejaque

Legionarios de guardia en MontejaqueJuan M. de Vicente

Crónicas Castizas

Una noche en Montejaque de guardia legionaria

Durante unos instantes rabiosos pensaron en vengarse de la angustia que habían sufrido golpeando al autor de la amenaza mortal, pero renunciaron a ello viéndole convertido en una piltrafa lastimera que se estremecía compungida

Estaban de guardia en Montejaque, un antiguo cuartel de la Milicia Universitaria que los legionarios se habían adjudicado en Ronda dentro de los planes de crecimiento del general Tomás Pallás Sierra. La zona servía para tres cosas en aquel momento. La primera, para dejar el fusil y empuñar el pico y la pala en tarea ardua e ineficaz, ya saben la estrofa de la canción: «Desde que se inventó el pico y la pala con el pico y la pala nos están dando la lata y un legionario que un pico rompió al día siguiente fue al pelotón»… acondicionando el viejo acuartelamiento que ni soñaba las magníficas instalaciones que hoy son y que han hecho olvidar el mote original con que bauticé el lugar recién llegados: «campo de concentración Montehausen número dos».
La segunda cosa para la que servía Montejaque era para dar cobijo al duro Pelotón de Castigo legionario y también era útil para hacer guardias bastante más relajadas que las del cuartel principal, rebosante de oficiales y de jefes, o las también tiesas de la entrada del Fuerte, muy concurrido, y del cómodo polvorín.
A la caída de la noche, una de las funciones de la guardia, compuesta apenas por cuatro legionarios y un cabo, era cerrar una puerta de hierro que se levantaba en medio del campo, cerca de un vetusto carro de combate soviético T-26 capturado sin dañarlo, que ya es difícil, a los gubernamentales durante la guerra civil. La dichosa puerta no tenía muros aledaños ni cierre alguno a los lados que impidieran el paso y justificaran su existencia, era simplemente una inútil puerta de hierro camino de ninguna parte, pero había que cerrarla porque esa era una de las obligaciones de la guardia, el protocolo que se dice ahora. La lejanía de Montejaque de las demás instalaciones legionarias y zonas habitadas daba a sus guardias una libertad grandiosa al estar en medio del campo y cerca de ninguna parte donde hubiera alguien con estrellas o galones en la pechera.
Tan era así que alguna vez dentro de unas sospechosas tuberías donde brillaban una miríada de ojos rojos, se descargaron alegremente y sin preocuparse del ruido, algunos cargadores del fusil de asalto CETME C provocando una numerosa emigración de ratas que aterrorizadas no dudaban en pasar por encima del arma que las disparaba. Explicarle al armero al día siguiente la desaparición de los cartuchos del 7.62 y la entrega en su lugar de las vacías vainas renegridas ya era harina de otro costal.
En el desangelado edificio principal había unas camas sin colchones, por lo que con las mantas que te entregaban tenías que elegir si arroparte para combatir el frío o tenderlas a modo de sábana para evitar clavarte los muelles del somier, elección que variaba según la estación del año.
En una de esas, ya tranquilos, o eso creían, cuando la luz escaseaba y las sombras poblaban las ventanas, ausentes el cabo y un guardia que habían desaparecido en una presunta aventura galante con las mozas del pueblo, uno de los legionarios presentes comenzó a rezongar un delirio de palabras e imprecaciones que fue acrecentándose hasta convertirse en claras recriminaciones a sus patidifusos compañeros de guardia: «Me queréis matar, sabéis que fui un oficial venido a menos por defender la libertad en el ejército». Y farfullaba disparates por el estilo que los otros se tomaban con filosofía e incredulidad, haciéndose gestos entre ellos indicando divertidos que su compañero estaba como un cencerro.
Todo eran risas hasta que el tronado empuñó su fusil y tiró del cerrojo, amartillándolo, ya cargado y dispuesto para hacer fuego automático de veinte disparos, la capacidad de ese cargador, con sólo apretar el gatillo, justamente ahí tenía el índice el insensato, y encañonó a los otros dos legionarios que estaban con él en la estancia, conocidos por los motes de Bici y Totenkopf. Los legionarios miraron fijamente el cañón del fusil que les amenazaba y ponderaron la actitud de quien lo empuñaba que continuaba con su delirio, al que comenzaron a atender con más interés dado el incremento que el arma amenazadora daba a su capacidad de convicción.
Empezaron a hablarle despacio y en tono apaciguador y amigable, lo que no pareció gustarle al pendenciero que les ordenó chillando que no se dirigieran a él como si estuviera loco, que es cabalmente lo que estaban haciendo los amenazados. Intentaron tranquilizarle y pasaron del tono para hablar a un loco a un tono para hablar a un niño; sentían que les iba en ello la vida. Y fueron avanzando lentamente, mucho, negando que tuvieran malas intenciones hacia él, lo cual había sido cierto hasta el momento aciago que les apuntó con un arma cargada. Con palabras suaves y pasos lentos, que se les hicieron eternos, llegaron hasta el enloquecido fusilero desarmándole raudos y violentos, por sorpresa, sin que milagrosamente llegase a disparar, benditos seguros. Aliviados, sacaron el cargador del arma y extrajeron el brillante cartucho de la recámara que esperaba en vano su estreno corriendo por encima de los 800 metros por segundo.
Buscando alrededor dieron con las telas y correas suficientes para atar al chiflado con firmeza al somier del catre y neutralizar la amenaza. Entonces, cuando estuvo fuertemente amarrado, pudieron relajarse y echar un cigarrillo que les tranquilizó y envenenó los pulmones mientras sopesaban qué hacer, pues la noche avanzaba y carecían de comunicación con mando alguno, aunque fuera un cabo, que se hiciera cargo de la situación. Durante unos instantes rabiosos pensaron en vengarse del apuro que habían sufrido golpeando al autor de la amenaza mortal, pero renunciaron a ello viéndole convertido en una piltrafa lastimera que se estremecía compungida, babeante de miedo recelando que iban a matarle y enterrarle en aquel rincón ignoto de la serranía de Málaga. Pero para su fortuna sus compañeros de guardia no tenían palas ni ganas.
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