Ursula von der Leyen, reunida con Emmanuel Macron y Olaf Scholz
Europa, el arma nuclear y la política del avestruz
En este capítulo es Putin, el viejo león, quien se reparte la presa —una Ucrania que, todavía viva, se resiste como puede a ser devorada— con unos pocos chacales de la política
Por mucho que queramos darnos por sorprendidos, lo que en estos días estamos escribiendo entre todos es solo una más de las muchas páginas negras de la historia de Europa. Una página que, levantado el velo de ingenuidad que cubría nuestros ojos, ni siquiera parece difícil de explicar. Solo cambian los nombres de los protagonistas. En este capítulo es Putin, el viejo león, quien se reparte la presa —una Ucrania que, todavía viva, se resiste como puede a ser devorada— con unos pocos chacales de la política de todos los colores del espectro y con alguna hiena que, en vez de conformarse con los huesos como hacen la mayoría de las de su especie, muestra un inusual apetito por las tierras raras.
Muchos lectores estarán ya aburridos de las comparaciones que en estos días se están haciendo con lo que ocurrió en Múnich en 1938, cuando Europa cedió los Sudetes a Hitler en el más torpe de los muchos intentos que se hicieron para tratar de prevenir el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Permítaseme, pues, que intente aportar una perspectiva diferente cambiando la historia por la fábula, una herramienta que, por desgracia, casi se ha perdido.
La fábula de los leones y las avestruces
Hace muchos, muchos años —antes de la creación del Hombre a imagen y semejanza de Dios— los animales vivían en paz. Una paz relativa, claro, porque a veces se enfrentaban unos con otros por un quítame allá esas pajas. Sin embargo, rara vez llegaba la sangre al río. Al menos hasta que los leones, animales de natural pendenciero y siempre dispuestos a la bronca para disputarse la corona de rey de la selva, se dotaron de dientes afilados y poderosas garras.
A las otras bestias aquello no les importó demasiado… hasta que los leones, hartos de comer la insípida hierba que compartían con las cebras y los ñus, fueron desarrollando un voraz apetito por la carne. Fue entonces cuando las demás especies se sintieron amenazadas y convocaron una reunión —hay quien dice que se celebró cerca de donde hoy se alza la ciudad de Múnich— para tratar de recuperar la seguridad del mundo basado en reglas en el que habían soñado vivir.
Los leones, que indudablemente negociaban desde una posición de fuerza, argumentaron que sus poderosas armas no tenían más objeto que la disuasión entre los de su misma especie. Una disuasión que se haría más difícil si dientes y garras llegasen a proliferar por doquier. Entonces sí que habría peligro de que, por un error de cálculo de un aguerrido tejón de la miel —entienda el lector que es solo un ejemplo, igual habría podido ser un jabalí verrugoso— la selva terminara como el rosario de la aurora.
Era indudablemente un argumento bien traído. Por eso, a pesar de las dudas de algunos animales, la reunión finalizó con la firma del «Tratado de No Proliferación de Dientes y Garras», más conocido por las siglas TNP. En un alarde de realismo político, el TNP permitía conservar las armas a quienes ya las tenían… pero obligaba a las demás especies a renunciar a ellas. ¿Un mal acuerdo? Hoy sabemos que sí, pero los leones —vea en ellos el lector a los EE.UU., la URSS, China, el Reino Unido y Francia—, felices con esa situación porque les garantizaba el estatus de reyes de la selva, endulzaron el tratado con vagas promesas de que, con el tiempo, ellos también renunciarían a las herramientas de su dominio.
No sé bien si los animales fueron tan ingenuos que confiaron en la palabra dada por las astutas fieras o cedieron a sus ocultas presiones. De todo hubo y no está el horno ahora para discutir el final del proyecto Islero. En cualquier caso, el tiempo los fue desengañando. Pasaban los años y no solo los leones conservaban sus dientes sino que, sin hacer mucho ruido, los leopardos, los chacales y las hienas —escoja el lector en cuál de estos animales ve representada a la India, Pakistán, Israel, Corea del Norte o Irán— siguieron su ejemplo.
Como aquello no parecía tener remedio, cada una de las especies que habitaban en aquella selva desarrolló su propia estrategia de seguridad. El elefante creció hasta hacerse prácticamente invulnerable, la gacela optó por la velocidad, la tortuga por el caparazón, el mono se subió a los árboles y hasta la gorda gallina de Guinea —antes de que nadie me acuse de nada debo decir que ellas no se ofenden cuando se les llama así— aprendió los rudimentos del arte de volar.
Y a todo esto ¿qué pasó con el avestruz? ¿Es verdad que metió la cabeza en un agujero para no ver lo que ocurría a su alrededor? En absoluto. Aquello resultó ser un bulo propagado por el buitre, que le disputaba la primacía en el mundo de las aves. En realidad, el avestruz estiró el cuello para ver más lejos y fortaleció sus patas para convertirse en uno de los animales más rápidos de la sabana. Y esa es la verdadera razón de que ni siquiera en los imaginativos documentales de la segunda cadena pueda ver el lector un solo fotograma de un león devorando a una avestruz.
La moraleja
Por desgracia, Europa no ha estado tan hábil como las difamadas aves terrestres. El Tratado de no Proliferación Nuclear, ratificado hace 55 años, no ha traído el desarme de las grandes potencias. Todo lo contrario. Mientras Europa metía la cabeza en un agujero, nuevas naciones se iban incorporando al club de las que pueden amenazarnos con sus dientes y sus garras.
Mientras Europa, impotente o ingenua, confiaba en las sanciones para evitar la proliferación, la Rusia de Putin se asociaba con los peores infractores —hoy está a partir un piñón con Irán y Corea del Norte— y convertía nuestra política en pataleta estéril.
Mientras Europa contaba con el arsenal nuclear de los EE.UU. como única herramienta para disuadir a Putin de hacer realidad sus apocalípticas amenazas contra nuestras ciudades —la capacidad de Francia es, más que un freno, una invitación para quienes, como Virgilio, piensen que la fortuna sonríe a los audaces—, nosotros nos permitíamos dar lecciones de ética a Trump… para luego rasgamos las vestiduras cuando su vicepresidente nos las quiere dar a nosotros.
A poco que los europeos —con los españoles a la cabeza— saquemos la cabeza del agujero donde la hemos tenido metida los últimos cincuenta años, nos daremos cuenta de que la leche nuclear ya se ha derramado. El TNP es hoy papel mojado y ahora solo queda por saber qué vamos a hacer nosotros cuando despertemos de nuestro largo sueño y entendamos el mundo tal como es.
Elefantes, por desgracia, ya no podemos ser. ¿Nos acobardaremos y, como las gacelas, trataremos de huir cada uno por nuestro lado dejando que los más lentos —hoy Ucrania, mañana ya veremos— sean presa de la rapacidad de los poderosos? ¿Nos resignaremos a un papel servil, como chacales tras la estela de fieras como Trump, Putin o Xi? ¿O todavía queda algo de nuestra pasada grandeza que nos empuje a convertirnos de nuevo en leones, pagando entre todos —sí, también los españoles, por mucho que le pese a los socios del actual Gobierno— el precio político y económico de los dientes y las garras a los que ingenuamente habíamos renunciado?
Nunca se sabe, pero yo creo que, si se nos explica el asunto con suficiente claridad, seremos mayoría los que prefiramos el papel del león.