El portalón de San Lorenzo
Alegría de escuchar a los que saben
Siempre se ha dicho que un sabio se caracteriza por la sencillez en transmitir sus conocimientos y en este caso puedo asegurar que ha sido así
En estos tiempos que vivimos, donde tanto analfabeto con ínfulas merodea por las alturas, tuve la oportunidad el pasado mes de noviembre de asistir en el patio central del Círculo de la Amistad a la presentación del interesante libro 'Invención y réplica' de Gabriel Ruiz Cabrero.
Nacido en Madrid en 1944, Gabriel es el arquitecto mantenedor de la Mezquita-Catedral de Córdoba nada menos que desde 1978, lo que da una idea de los vastos conocimientos que atesora en todas las facetas del edificio sobre el que tanto «experto» de poca monta se cree con capacidad de pontificar.
A pesar de este bagaje, Gabriel tuvo la habilidad de dar la charla en un tono ameno y llano, para que los que no somos entendidos en arquitectura y sus complicados términos pudiésemos seguirla sin ningún problema. Siempre se ha dicho que un sabio se caracteriza por la sencillez en transmitir sus conocimientos y en este caso puedo asegurar que ha sido así.
Pero ha sido hojeando el libro, que adquirí tras la conferencia, cuando he disfrutado enormemente sobre lo que allí se contó. De entre todo su contenido me he querido fijar en dos hechos curiosos y bastante desconocidos que Gabriel relata de forma destacada. En primer lugar, la historia de una famosa copia del manuscrito 'Materia médica' que sirvió como regalo al califa de Córdoba Abderramán III (891-961) por parte del emperador bizantino. Por otro lado, las obras de restauración en la Mezquita-Catedral realizadas a principio del XIX por Patricio Furriel. Sobre ambos temas quisiera dar unas pocas pinceladas.
El códice 'Materia Médica'
El manuscrito original de 'Materia médica' fue obra del médico griego Dioscórides, toda una referencia en la botánica clásica. De como todos los sabios de su época apenas se sabe nada seguro sobre él, sólo que se supone que nació en Anazarbo, cerca de Tarso, la patria de San Pablo, en una fecha imprecisa en torno a mediados del siglo I d.C. Fue uno de tantos eruditos griegos que emigraron a Roma y allí desarrollaron su carrera, en el caso de Dioscórides como médico y cirujano, parece ser que se ejercitó en el ejército romano. Su obra no se perdió en gran medida porque otro puntal decisivo de la medicina clásica como fue Galeno (Claudio Galeno Nicón de Pérgamo 129 d. C.-216 d.C.), recogió y transmitió en su obra los conocimientos del griego, al que cita con respeto.
Como tantas otras ciencias, los conocimientos de botánica y la farmacología clásicas se perdieron en gran medida tras la caída del Imperio Romano occidental, si bien perduraron en las provincias orientales del llamado (injustamente, porque era tan romano como el otro) Imperio Bizantino. Cuando los árabes se apoderaron de gran parte de los territorios levantinos de este imperio heredero de Roma entraron en contacto con su milenaria cultura. Así, la 'Materia médica' fue traducida al árabe en el Bagdad del siglo IX durante el califato abbasí, en esa gran escuela de traductores llamada Casa de la sabiduría, que contaba con un gran número de cristianos nestorianos u ortodoxos para sus tareas de recopilar y traducir. Así, la primera traducción de Dioscórides fue debida a Esteban, hijo de Basilio (861), durante el reinado del califa al-Mutawwkkil. Sin embargo, no fue para nada satisfactoria, porque Esteban desconocía la traducción precisa de algunas palabras griegas del texto al árabe y las dejó en el idioma original para que cada cual las interpretase según sus conocimientos. La obra fue parcialmente corregida por el gran traductor Hunayn Ibn Ishãq (808-873), el propio director de la Casa de la Sabiduría.
Al fin, en el siglo X se llevaría a cabo la traducción óptima y definitiva al árabe. Todo comenzó cuando el emperador bizantino Constantino VII Porfirogénitos envió una embajada a la corte cordobesa del califa Abderramán III en el 949. Entre los presentes dedicados al soberano omeya había una copia de la 'Materia médica' de comienzos del siglo VI (copia, a su vez, de un manuscrito del 65 d.C.), que se hizo para el uso de la cultísima Anicia Juliana, hija única del emperador bizantino 'Dominus Noster' Flavio Anicio Olibrio Augusto que estuvo en el poder apenas desde el 11 de julio hasta el 2 de noviembre del 472.
Abderramán III agradeció el regalo del libro, pero como seguramente nadie podía entenderlo en condiciones solicitó al emperador bizantino la ayuda de un traductor idóneo que además pudiese explicarles su contenido. Así que en 951 el emperador le envió de vuelta a un monje llamado Nicolás que hablaba correctamente el árabe, el cual, además de ayudar a traducir la obra de Dioscórides (con la colaboración de sabios andalusíes en la materia), y ya de paso otras obras griegas presentes en la corte cordobesa, se puso a enseñar el idioma helénico en la capital de Al Andalus.
El manuscrito contiene 471 folios y 400 iluminaciones a página completa que componen cinco libros en los que Dioscórides recogía y plasmaba el conocimiento de su tiempo acerca de 600 plantas, 90 minerales y 30 productos procedentes de animales, además de unos mil remedios y cinco mil aplicaciones varias. En 1569 el manuscrito fue adquirido por Maximiliano II, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico (1459-1519). Estuvo a punto de ser capturado por los turcos en sus asedios a Viena pero los austríacos lograron conservarlo.
La traducción española
La primera traducción española de esta obra la realizó en el siglo XVI el erudito Andrés Laguna, posiblemente a través de una copia en el dialecto italiano de ese siglo de Pietro Andrea Matthioli según señalan en sus trabajos César E. Dubler y el botánico Bernardino Cienfuegos.
Andrés Laguna había nacido hacia el año 1511 en Segovia, hijo de padres judeoconversos. Tras cursar los dos primeros años del Bachillerato de Artes en Salamanca, a comienzos de 1531 marchó a París para proseguir sus estudios, terminando el Bachillerato de Artes y el de Medicina. En 1536 volvió a España y fijó su residencia en Alcalá, donde ocupó algún puesto relacionado con la Universidad Complutense. Durante estos primeros años publicó varias obras de diversas temáticas, porque siempre fue una mente inquieta. Desde comienzos de 1539 y hasta 1540 se dedicó a viajar y trabajar por toda Europa, lo que le permitió dominar una gran cantidad de lenguas. En 1545 obtuvo el título de doctor en Bolonia, y ya instalado en Italia adquirió varios títulos honoríficos como Soldado de San Pedro, Caballero de la Espuela Dorada o Conde Palatino, vivió en Venecia (de 1548 a 1549, y de 1553 hasta 1554) y fue hasta médico de cámara del papa Julio III en 1550. La mayor parte de su obra principal se publicaría durante estos fecundos años italianos.
Después pasó por los convulsos Países Bajos donde publicó sus obras en castellano, entre ellas nuestro Dioscórides o 'Pedacio Dioscórides Anazarbeo, acerca de la materia medicinal, y de los venenos mortíferos' (Amberes, 1555). Con toda probabilidad llevaría a cabo esta traducción a nuestro idioma durante su estancia anterior en Italia. A finales de 1557 o comienzos de 1558 volvería ya definitivamente a España. Murió el 28 de diciembre de 1559, día de los Santos Inocentes, después de una vida muy intensa.
Restauraciones y réplicas
El arquitecto Gabriel Ruiz comentó este dibujo perteneciente a una de las iluminaciones del manuscrito de Anicia Juliana, (copia del Dioscórides) en el que se puede apreciar un juego de figuras geométricas muy similar a los arcos de las cúpulas laterales del mihrab de la Mezquita. Esta geometría de los cuadrados girados y esos nudos con el cordón pudieron muy bien servir para inspirar el trabajo de los creadores de las citadas cúpulas.
Gabriel Ruiz abordó las restauraciones históricas a las que fue sometida la Mezquita Catedral de Córdoba y habló con mucho respeto de todos los arquitectos que en la antigüedad se atrevieron con esta tarea, rodeados siempre de unas circunstancias de escasez de medios en todos los sentidos.
En primer lugar, nos dijo que las actividades de restauración de edificios se remontaban a los principios de la misma humanidad. Pero que, como actividad pública y profesional, ésta comenzó en torno al siglo XIX. Habló de la confrontación histórica que hubo entre las formas de concebir cualquier restauración.
En el libro cita al arquitecto Eugéne-Enmanuel Viollet-le-Duc (1814-1879) que decía que restaurar un edificio significaba restablecerlo en un grado de integridad que no podía haber tenido jamás. También menciona al arquitecto John Ruskin (1819-1900) con su criterio de 'Las Siete Lámparas de la Arquitectura': para una restauración responsable se imponía: Sacrificio, Verdad, Poder, Belleza, Vida, Memoria y Obediencia.
Gabriel Ruiz nos hablaría de lo que significó el Romanticismo como proceso de creación artística o como proceso descriptivo de la realidad, y que tuvo gran peso a la hora de la intervención en el patrimonio y especialmente en el papel que la idea y la historia del edificio podían desempeñar.
Citó al rey Alfonso El Sabio (1221-1284) que fue un rey que vivió de joven todos aquellos momentos de la conquista de Córdoba, y de la dedicación de la Mezquita como Catedral, y que en sus reiteradas cartas dirigidas a los obispos y a los canónigos del Cabildo siempre les pidió mucho respeto con el edificio. En el Archivo de la Catedral existen al menos unas cuantas cartas en las que el rey Alfonso X el Sabio hace hincapié de este asunto de trabajos en la Catedral.
También Gabriel Ruiz cita en su libro, cómo no, al obispo don Alonso Manrique de Lara y Solís (1471-1538), gran teólogo, que optó por hacer su RÉPLICA teológica con la construcción nada más y nada menos que Crucero.
Sobre este controvertido hecho de la construcción del Crucero de la Catedral, Gabriel Ruiz en su libro citó el comentario del arquitecto Rafael Moneo Vallés:
«La elección del emplazamiento dentro de la Mezquita se llevó a cabo con plena conciencia de los problemas que implicaba y se resolvió con un talento magistral. La inserción de la Catedral fue realizada con tal precisión que su presencia en el interior de la mezquita constituye una continua sorpresa para quien ama detenerse ante los problemas que gravitan sobre el trabajo del arquitecto».
Publicado en la revista «Arquitectura nº 156» Madrid. Colegio Oficial de Arquitectos de Madrid en octubre de 1985.
En referencia al obispo don Alonso Manrique, dijo que fue quien tuvo la idea e iniciativa para la construcción del crucero de la Catedral. Pero evidentemente, no lo pudo ver finalizado, ya que las obras duraron 84 años y contemplaron el paso de trece prelados. Lo más que pudo ver fue el derribo de la zona de la Mezquita donde se iba a levantar, cuyas columnas se reutilizaron para la reforma de la Iglesia del Campo de la Verdad (1570).
También recordó el altísimo nivel cultural y artístico que tenía el Cabildo en esos años, incluyendo grandes personalidades como los hermanos Alderete, Pablo de Céspedes o el mismo Luis de Góngora. Pero dejando de lado a estos personajes tan conocidos, quisiera centrarme en un humilde restaurador al que podríamos calificar de atípico, pues su oficio era el de organero, como está documentado en algunas cuentas de fábrica, y también desempeñó el puesto de sacristán cuando fue menester.
Patricio Furriel
Entre 1815 y 1819 el mihrab de la Mezquita de Córdoba fue objeto de una intensa restauración que definió su aspecto esencial que ha llegado hasta nuestros días. Era obispo de Córdoba el controvertido vasco don Pedro Antonio de Trevilla Bollaín (1755-1832), que llegó a nuestra ciudad en 1805 y que en su periplo cordobés nunca llegaría a comprender la realidad social y religiosa de estas tierras de sur. Ahí están sus pastorales de 1810 y 1822 para corroborarlo.
En todo caso, con sus luces y sus sombras, en honor de la justicia hay que decir que Trevilla era un hombre muy culto. Por eso quiso recuperar el mihrab, cuyo hueco de entrada estaba tapado desde 1368 por el retablo de la Capilla de San Pedro. Tomó la decisión de descubrirlo para que pudiese ser admirado, quizás influenciado por Nicolás Duroni y Alexandre Laborde, los eruditos del momento que, poco a poco, estaban conformando la ciencia que luego se llamaría arqueología y que hasta entonces era más bien un pasatiempo de las clases altas con especial sensibilidad cultural por el pasado.
Para realizar este trabajo Trevilla eligió a Patricio Furriel y Crespo (1750-1834), oriundo de Zaragoza y vecino del barrio de San Agustín. De su familia había heredado la habilidad y la profesión de organero en la que trabajó para la Catedral y la diócesis durante nada menos que 69 años, realizando y reparando órganos por toda la provincia. En el plano civil llegó a ejercer como jurado en la corporación municipal (1785), apareciendo su firma en diferentes padrones municipales.
El trabajo de la restauración empezó a planificarse en 1815 y se desarrolló en firme desde 1816 a 1819. Se pagaron por materiales 22.624 reales, y por sueldos (incluida la gratificación final a Patricio Furriel de tres mil reales) 42.223, lo que arroja un total de 64.847 reales. Hoy esta cifra equivaldría a algo más de quinientos mil euros. Junto a Furriel colaboraron, entre otros, Juan de Mendizábal, Ignacio Aguirre, Ignacio Pan, Pedro Serrano, Bernardo Alcaide, Luis Agustín, Juan Clavijo, Juan Ruiz, Rafael Martínez y Esteban de Alegría.
La tarea encargada no era nada fácil ya que el estado del mihrab, tras siglos oculto, era de total abandono, nada propicio para dejarlo a la vista del público. A pesar de ello Furriel hizo un trabajo intachable consiguiendo al final una imagen unitaria del recinto coherente con su estética bizantina.
Ejemplo evidente de ello es que el obispo Trevilla quedó muy satisfecho de su trabajo, por lo que, además de los tres mil reales acordados, le dejaría escriturado el futuro pago de su entierro, que se celebraría el 11 de octubre de 1834 en la iglesia de San Andrés y costó 596 reales. El dinero fue cobrado por su hijo, Francisco de Paula Furriel Muñoz, que tenía una farmacia en la calle Rejas de Don Gómez número 2. En esta casa, haciendo esquina con la entonces llamada calle de la «Pelota», moriría con toda probabilidad Patricio Furriel, y también su cuñado, el famoso padre José María Muñoz Capilla (1771-1840) que luego daría nombre a la calle.
Pero con el tiempo surgieron los «intelectuales» de siempre para criticar a toro pasado. Trataron su restauración como un «trabajo de aficionado», «torpe y desafortunada», «grosera» o lindezas similares. A Furriel lo trataban despectivamente como «farmacéutico», que no era ni siquiera su profesión sino la de su hijo. La gran mayoría de estas críticas, propias de envidiosos corrosivos, carecían hasta del rigor histórico mínimo requerido, ya que ignoraban, por ejemplo, la restauración previa de Tomás de Devreton (1772), como tuvo que advertir el Diario de Córdoba de 9 de noviembre de 1935 citando a Pedro de Madrazo, Luis Ramírez de las Casas Deza, Gómez Bravo y Rodrigo Amador de los Ríos.
Por desgracia, la inquina persiste todavía en la actualidad, como la reciente tesis doctoral de un historiador que dice, textualmente: «...Con todo, también hubo algunos intentos de conservación del patrimonio artístico cordobés con el fin de recuperarlo y ponerlo en valor (nota: cuando se dice «poner en valor» hay que temerse lo peor de quien escribe). Entre las actuaciones más conocidas en este sentido, se cuenta la del farmacéutico Patricio Furriel (nota: no era farmacéutico), que en torno a 1826 (nota: esta fecha es errónea) se encargó de la puesta en valor del Mihrab de la Catedral...».
Sin embargo, ya en el Boletín de la Real Academia de Córdoba número 53 de fecha 1945, Rafael Aguilar Priego insertaba un artículo el que reflejaba con todo detalle los avatares económicos y materiales de la restauración de Patricio Furriel, reconociéndole el mérito que tenía para aquellos tiempos. En la actualidad, el joven arquitecto Sebastián Herrero Romero, que ha trabajado durante años en la Mezquita-Catedral, en su magnífica tesis doctoral publicada en el libro 'Teoría y práctica de las restauraciones de la Mezquita-Catedral de Córdoba durante el siglo XX' considera la restauración de Patricio Furriel como «acertada» porque con los medios disponibles intentó imitar lo que había, con otra particularidad positiva, y es que su actuación quedó perfectamente «localizada» y anotada de cara al futuro para una eventual mejoría.
Para finalizar, hay que indicar que, como ha publicado recientemente en la prensa, está en marcha un ambicioso proyecto para la restauración integral del mihrab, en el que los arquitectos restauradores están formando un equipo de verdaderos expertos para llevarla a cabo de la forma más fiel posible. Se van a emplear toda clase de medios que sean necesarios, como el esencial complemento histórico aportado por el anterior archivero Manuel Nieto Cumplido (que se apoyó en informes de Asunción Saint-Geron, Francisco Aguayo Egido o Alberto Estévez María). Hoy día se cuenta con potentes recursos informáticos, fotográficos, digitales. Existen arquitectos, ingenieros, arqueólogos, historiadores del arte y especialistas de todo tipo (en pinturas, pigmentos, materiales, etc.). Nada de eso había en tiempos de Patricio Furriel, un hombre al que Córdoba le debe aún un agradecimiento. Y que los envidiosos se vayan a otra parte a dar la lata.