El perol sideralAlfredo Martín-Górriz

El demonio de la privatización

«Las diferencias técnicas en España entre público y privado desembocan en la creación de una especie de casta de trabajadores muy bien pagados que quedan al margen de la competencia y no se pueden despedir»

Actualizada 05:00

Se van sumando en Córdoba en los últimos días una serie de protestas por la privatización de diversos sectores o servicios, como la sanidad o el servicio de porteros de los centros cívicos. En este campo es habitual también la protesta ante la privatización de la educación por diversos motivos. En todos los casos el término «privatización» encierra un componente extremadamente negativo. Desde hace lustros, y perdido su significado original -relacionado con la venta de una empresa pública o la externalización de un servicio-, la palabra se ha convertido en algo peyorativo y más parecido a «pasar a manos malvadas».

La corrupción del vocablo sigue la línea de otros, como «fascista», «machista» o «negacionista». Estos últimos niegan a personas o grupos de personas indeterminados. Con «privatizar» se atenta contra todo el sector empresarial. Así, lo «público» se identifica con el Bien; lo «privado» con el Mal. Gog y Magog, maniqueísmo de andar por casa. La cuestión suele tomar especial virulencia cuando se anuncia una colaboración público-privada más sólida, como en el caso del sector de la sanidad, donde va a ser necesaria ante las largas listas de espera.

En España se ha producido una perversión no del concepto de lo público (que también), sino del concepto de lo común o lo comunitario. De esta manera lo comunitario parece que sólo puede tratarse desde las instituciones, o sea, con el trabajo de funcionarios o personal directamente ligado a la Administración. En resumen, en España se considera que lo común debe ser cosa de funcionarios en exclusiva. Si lo común -continúa el pensamiento manipulador- no se encauza mediante el trabajo funcionarial es sustancialmente dañino.

Esto ha hecho que las instituciones gestionen un sin fin de labores de la sociedad civil, desde las más anecdóticas a las más importantes, incluso se ocupan en gran medida del ocio. De la vida en común en España se ocupan los funcionarios. De las grandes obras a la partida de dominó. Y si no, es malo. ¿Cómo se ha llegado a semejante disparate que además atenta contra la libertad de todos por delegación con absoluta mansedumbre y pereza de nuestras libertades e iniciativas?

Lógicamente hay una intención ideológica de carácter socialista. Para ello han fomentado esa división inexistente entre público y privado, dando a la primera la condición de ángel y a la segunda de demonio. Pero esa división no existe. Todo el dinero de las instituciones es privado, procede de los impuestos de los trabajadores por cuenta ajena, autónomos y empresarios.

Para que esta división simplona y sin sentido surta efecto, se genera desde hace años una propaganda constante que ha calado en una amplísima capa de la población hasta puntos de régimen totalitario. Cuántos de nosotros han asistido a una conversación entre amigos o familiares y una persona ha hablado de que ha ido al médico para alguna cuestión. Si el médico es privado no es raro que lleguen a disculparse. A ese punto ha llegado el delirio. ¡La gente se disculpa porque alguien les cura!

En rigor, la única diferencia entre público y privado es técnica, no esencial, como se empeña en hacer creer la izquierda con su constante propaganda. ¿Y qué tenemos en el plano técnico? Tenemos primero una falla de base. Los autónomos, trabajadores por cuenta ajena y empresarios de cuyo esfuerzo sale el dinero del pago de sueldos de los funcionarios... ganan de media menos que los funcionarios.

En segundo lugar, los funcionarios consiguen un puesto vitalicio con supervisiones débiles, controles escasos y, si incurren en una falta, castigos acordes a dicha laxitud. Las diferencias técnicas en España entre público y privado desembocan en la creación de una especie de casta de trabajadores muy bien pagados que quedan al margen de la competencia y no se pueden despedir. La atención de un funcionario se basará en líneas generales en su diligencia. Y de esta forma estarán en un extremo los ineptos e impresentables, en el otro los muy válidos y diligentes. Pero incluso los muy diligentes son incompetentes. Lo son per se: están al margen de la competencia estricto sensu.

Otra diferencia técnica y fundamental es que el sector público (casta de trabajadores mejor pagados que sus pagadores y que quedan al margen de la competencia), se ocupan de tantísimas actividades del ámbito de lo común que crean a su vez una competencia desleal con respecto al sector privado... que son, recordemos, sus pagadores. Es difícil que una empresa pueda salir adelante por ésta y otras muchas cuestiones, una de ellas son las ayudas y subvenciones a otras empresas con las condiciones acostumbradas. Esa empresa tiene que luchar contra un «competidor» impulsado por la burocracia incluso sin criterios directamente relacionados con la labor que desempeña.

Imaginemos por ejemplo que alguien pone en marcha, ahora que no están funcionando, un cine de verano en Córdoba. Y emite grandes clásicos, estrenos y películas escogidas. A lo mejor recibe una cuantiosa subvención válida para su mantenimiento por ser un negocio tradicional. Quizá el sostén no habría sido jamás posible por las entradas de los espectadores. Llega otro empresario y se anima a poner un nuevo cine de verano, pero sin subvenciones. Esta persona no estaría en un territorio de competencia en buena lid, donde cines se disputan a los clientes, sino que ya se enfrenta al escollo de otra empresa que, paradójicamente, no necesita clientes. Santiago Armesilla llama al fenómeno «subvencionariado». Se trata de una subclase paralela al funcionariado que se mantiene parcial o totalmente de ayudas públicas, dinamitando la competencia. A esto habría que añadir una tercera parcela muy relacionada, la de las concesiones y licitaciones.

Es el mundo al revés. El sector de la competencia, tomado por malvado, financia al sector que queda al margen de la competencia y, además, la dinamita, asfixiando y haciendo más delgado al grupo de pagadores. ¡Un plan económico sin fisuras!

En diversos sectores, como la sanidad, el gigante con pies de barro se tambalea. Y llega la necesaria colaboración público-privada. Aquí la protesta se hace violentísima. ¿Por qué?

En primer lugar, la actividad privada en este punto señala la debilidad de la estructura pública, pues tienen que recurrir al sector de la competencia… en el otro extremo, al final de la cadena. En segundo lugar, al tratarse precisamente del mundo de la competencia, su habilidad para resolver problemas con muchos menos recursos será mayor sin comparación. El sector privado, con su colaboración, se convierte en espejo de la sinrazón del sistema.

¿Por qué la izquierda quiere mantener y engordar al coloso burocrático y aumentar siempre el número de funcionarios y subvenciones? El debate lo dejo abierto para los lectores, que seguramente sepan de sobra las respuestas desde hace tiempo.

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