Subidos en los hombros de gigantesBernd Dietz

Son como niños

La carne de cañón más expuesta en este contexto es la de los supuestos beneficiarios del runrún progresista, infantilmente persuadidos de que acabarán siendo amos y no esclavos

Actualizada 05:00

La actitud de no pocos dirigentes y simpatizantes del PP respecto a Vox es la misma de ese señor que se cruzó en una acera estrecha con don Jacinto Benavente. Ello explica la hosca cabezonería, esa ojeriza que impiden, y a lo que parece impedirán hasta que las ranas críen pelo, que la lacra progresista deje de reinar, o cese antes de que España se precipite en la ruina económica, la discordia civil y el descrédito internacional.
«¡Yo no le cedo el paso a un maricón!», había dicho el viandante. «Pues yo sí», repuso un animoso don Jacinto, bajando a la calzada y dejando expedito el camino a aquel dechado de virilidad. Cámbiese el término oprobioso por «ultraderechista», y está el síndrome anatomizado. No ha habido estos últimos tiempos propuesta razonable de Vox que el PP no haya zaherido. Sin por lo visto darse cuenta de que, rechazando con cajas destempladas cuanto aquél le plantea de constructivo y útil, por venir de quien viene, ciertamente se queda patrullando su sector de acera. Aunque al precio de compartir territorio con otros bravucones revestidos de idéntica acrimonia, o como entendamos el hacer manitas con el agendismo woke, el apocalipsis climático (que acaba de negar, otro más, John Clauser, Premio Nobel de Física en 2022, describiéndolo como «un engaño para despoblar el planeta»), el secesionismo racista y el aquelarre de género. ¿De verdad ansía tanto el PP ingresar en el progresismo globalista, tanta ilusión le hace? ¿No avizora que Occidente anda ya más que escamado y comienza a reaccionar?
Es el progresista nuestro un almita en pena, que entiende todo al revés. Lo que sería bueno para cualquiera, en especial para alguien humilde y frágil, lo tiene por despreciable y dañino. Es un férreo enemigo de la libertad, la autodeterminación personal. Prefiere un sistema en el que un conducator, tras haber liquidado a Montesquieu, ejerza tutela total. A cambio, confía dicho siervo del engranaje en obtener alguna comisión gestionando las dádivas, que le haga incrementar sus ingresos y le ahorre pensar. Que riquezas y logros pudieran derivarse del trabajo y el talento individuales no cabe en su horizonte de expectativa, pues es creyente acalorado. Opina que ciertos frutos preexistentes están para hacerse con ellos por las bravas. Por eso, en la medida en que subsistan ciudadanos acaudalados, calcula una suculenta cantera para minar recursos.
Concebida la administración de justicia como una subdelegación más de la jefatura, lo mismo que el Frankenstein parlamentario, la prensa, la universidad o los servicios de desratización, nuestro progresista no ve trabas. Es como una criatura a la que han confiado las llaves de un almacén de caramelos. ¿No proclama el socialismo que reyes, empresarios de éxito y figuras prominentes lo son por haberle robado lo suyo a los débiles? ¿Por qué no requisar esas prebendas y confiárselas a los entorchados de la izquierda? ¿Quién quiere burguesía? La propiedad privada es inaceptable si pretende ser legal, limpiamente adquirida; luce mejor como reparación justiciera, en manos del progreso, alimentando el furor redistributivo. Ahí sí es valiosa. Se supone que la plebe debería acoger con alborozo la noticia de que, en lo sucesivo, nadie tendrá derecho a ser más brillante, laborioso o creativo que el prójimo. «Mi obra», se congratula el líder salvador.
Corolario de ello es una educación única, más bien un amaestramiento, despojado de complejidad y exigencia, genuinamente aplanador, que iguale la capacidad intelectual de las personas, nutriéndolas con consignas y versiones actualizadas de la verdad oficial, como en las viejas fotos retocadas de la URSS. Cuanto se ha logrado en la historiografía española estos últimos lustros es un buen ejemplo (el ministro de Cultura Urtason, pobrecillo, cree que un lustro son cincuenta años) de cómo se domeñan las mentes de los subalternos, al objeto de hacerles creer que lo blanco es negro o a la inversa. ¡Será por falta de manuales escolares! Tanto del punto de vista económico como del cognoscitivo, la estrategia perpetúa un régimen de dependencia, miopía y enajenación, condiciones de existencia del progresismo para seguir al timón.
Particularmente exótica, claro, es la identificación del progresismo con las oligarquías plutocráticas, que urden emergencias climáticas, superpoblaciones alarmantes y distopías sexuales a cuál más grotesca, como herramientas para impulsar una drástica reducción de los humanos vivos y la ulterior estabulación de quienes sobrevivan para desempeñarse como fámulos de la élite. La carne de cañón más expuesta en este contexto es la de los supuestos beneficiarios del runrún progresista, infantilmente persuadidos de que acabarán siendo amos y no esclavos, una vez reclutados --¡qué poco pesquis!-- como peones de una causa básicamente centrada en su propio suicidio feliz, sin calar el cómo ni el por qué.
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