Una agricultura al límite
La concentración convocada por Asaja el próximo lunes 16 a las puertas del Ministerio de Agricultura, bajo el lema «Los agricultores y ganaderos españoles, hartos», no es un acto más de las numerosas movilizaciones que los agricultores y ganaderos han protagonizado en los últimos años. Es la manifestación de un hartazgo acumulado, el grito desesperado de un sector que siente que sus esfuerzos y sacrificios no sólo no son reconocidos, sino que además se ven asfixiados por decisiones políticas y económicas claramente desconectadas de la realidad del campo.
Las demandas de Asaja reflejan un panorama complejo, donde los problemas estructurales y coyunturales se superponen. La escalada constante de los costos de producción, la maraña burocrática que ralentiza cualquier iniciativa, una Política Agraria Común (PAC) que, en lugar de apoyar, impone restricciones inasumibles y la competencia desigual con producciones de terceros países, son solo algunas de las piedras en el camino que los agricultores y ganaderos españoles deben sortear cada día. A estas dificultades se suma ahora el reciente acuerdo entre la Comisión Europea y los países del Mercosur, que ha sido recibido con indignación y preocupación no solo en España, sino en toda la Unión Europea.
Este tratado comercial plantea una paradoja difícil de ignorar. Mientras la UE exige a sus agricultores cumplir con estrictas normativas medioambientales, de bienestar animal y laborales —que, aunque necesarias, incrementan los costes de producción—, permite la entrada de productos procedentes del Mercosur, donde tales estándares son considerablemente más laxos. El resultado es una competencia desleal que amenaza con saturar el mercado y debilitar aún más la frágil economía rural europea. Sectores sensibles como la carne de vacuno, el arroz, el azúcar o el etanol, ya castigados por otras dificultades, corren el riesgo de sufrir pérdidas irreparables.
La incoherencia de la Comisión Europea resulta evidente. Mientras que en la pasada legislatura impulsó políticas encaminadas a endurecer los requisitos para el sector agrario europeo, ahora prioriza un acuerdo comercial que, lejos de proteger a los productores comunitarios, los expone a mayores vulnerabilidades. Se trata, como denuncian organizaciones como Copa y Cogeca, de una contradicción que no solo golpea a quienes viven del campo, sino también a los consumidores europeos, que podrían verse afectados por la entrada de productos de menor calidad y sin las garantías que sí se exigen dentro de nuestras fronteras.
No podemos permitir que quienes alimentan nuestras mesas sean los grandes perjudicados de un sistema que, en lugar de defender su esfuerzo y sacrificio, parece dispuesto a sacrificar su viabilidad económica en el altar del comercio global. Es urgente que las instituciones europeas y nacionales rectifiquen, escuchen la voz del campo y actúen con sentido de responsabilidad. La agricultura y la ganadería son sectores estratégicos, no sólo para la economía, sino para la soberanía alimentaria, el cuidado del territorio y el mantenimiento del tejido rural.
El acto simbólico que tendrá lugar en Bruselas, así como la concentración en Madrid, no son solo actos de protesta: son una llamada a la reflexión. Los agricultores y ganaderos españoles —y europeos— no piden privilegios, sino justicia y coherencia. Ignorar su voz sería un error imperdonable. El campo lleva demasiado tiempo aguantando y ha llegado a su límite.