El pasado Viernes de Dolores el actual administrador apostólico de Córdoba Demetrio Fernández realizó una reafirmación de su magisterio, de su visión pastoral y de su palabra valiente, en un momento en que la maternidad –como valor humano, espiritual y social– está siendo desplazada del centro del debate público por una lógica de derechos fragmentarios y políticas utilitaristas.
Desde la iglesia de San Jacinto, sede de la hermandad servita, Fernández no sólo evocó su llegada a Córdoba hace quince años o rememoró la intensidad de una Semana Santa que ya siente como propia. Fue más allá: habló de la maternidad como misión y herencia, y lo hizo desde la figura de la Virgen de los Dolores, Madre de la ciudad, según sus palabras. Denunció con claridad lo que considera una «epidemia del aborto», y lo hizo sin eufemismos: «una guerra sorda, mitigada, domesticada en el ambiente, disfrazada y camuflada». No hay retórica ni cálculo político en esas palabras; hay una convicción profunda que interpela no solo a los creyentes sino a toda conciencia abierta a la tragedia humana que representa la interrupción de una vida en gestación.
La coincidencia temporal con la concentración de Izquierda Unida frente a la clínica Abortista de Córdoba es más que una circunstancia. Mientras desde el templo se clamaba por el valor de la maternidad y se pedía a la Virgen «niños y jóvenes para el relevo generacional», en la calle se pedía con pancartas que no se rece a las puertas de esa misma clínica, alegando que tal gesto atenta contra la libertad de las mujeres. Pero, ¿qué libertad se invoca cuando se pretende silenciar la oración silenciosa de quienes disienten? ¿Dónde queda el pluralismo cuando se quiere aplicar la ley no para proteger derechos sino para castigar convicciones? «Esto no va de religión, sino de derechos», declaraban desde la formación comunista.
Es evidente que tanto los rezos como las campañas provida incomodan. Incomodan porque muestran, como un espejo que nadie puede evitar mirar, que el aborto no es una simple intervención médica ni un acto inocuo. Y aunque la ley lo ampare como un derecho, eso no lo convierte en legítimo ni en éticamente neutral. En lo profundo de su conciencia, muchas de esas mujeres que deciden abortar saben que están ante una vida y no una mera posibilidad. Por eso molestan los rezos. Porque ponen voz a lo que una cultura cada vez más dominante y totalitaria quiere acallar: que cada vida importa, también la que no ha nacido.
En efecto, «esto va de derechos». No se trata de imponer una visión religiosa. Se trata de defender un derecho humano básico: el de la objeción moral, el de la expresión pública del pensamiento, el de la oración. Los rezos frente a una clínica no son actos de coacción, sino de esperanza. Y en una sociedad verdaderamente libre, rezar no puede ser delito, como tampoco lo es pensar distinto.
El testimonio de Demetrio Fernández en este final de etapa episcopal no es solo el de un pastor que se despide. Es el de un ciudadano que ejerce su palabra con libertad y responsabilidad, que defiende la vida desde la fe, sí, pero también desde una razón que no abdica. Y eso, en los tiempos que corren, es un acto de coraje.